No todas las mujeres vírgenes somos iguales; aún si en los años mozos tuvimos la dicha, o el infortunio, de dejar de serlo en nuestra primera vez. Pudo ser el resultado de eso que llamamos una entrega por amor. O tal vez fue por la obvia culminación de un loco desenfreno. Sin embargo, a pesar de lo banal que puede llegar a ser el acto mismo, cuando lo hacemos por amor, cada una de nosotras reacciona de manera similar: una entrega total llena de pasión y ternura hacia quien nos roba lo mas preciado de nuestro ser; pero también, cuando nos dejamos llevar por el mudo reclamo de la carne, a veces respondemos de manera indiferente: seca, vacía, maquinal.
La mía, es una de esas raras excepciones. Tres veces en mi vida he sido feliz, como mujer, y no me avergüenzo en admitirlo.
Esa frágil película, otrora estigmatizada, hoy sucumbe en su delgadez a los embistes del deseo con mayor facilidad que en tiempos anteriores, bombardeando con liviandad y liberando el peso legendario de la honra; aquella que por siglos hemos cargado como un pesado lastre, imposible de seguir arrastrando hasta los esponsales sagrados, en este mundo frívolo lleno de liviandad.
Ciertamente no fue el primer hombre que abrió mis piernas el que se gozó mi castidad. Ni el que durmió en mi lecho quien dejó una profunda huella en mi alma, ni mucho menos el que dejó detrás de si, el fruto de un encuentro furtivo; sino aquél que logró encontrar el camino a mi corazón y probó de mi la madurez virginal, a mis cuarenta años, por primera vez. Ese, si que ha sido un hombre, y con él, yo supe, finalmente, lo que es ser: una verdadera mujer.
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