| Compré el libro de Inga en mi juventud y quedó  en los anaqueles como uno más entre los  adquiridos  por  tres generaciones. Había decidido  remozar la biblioteca por lo que se tendría que  limpiar, seleccionar y resguardar los textos. Esta área se ubicaba en la parte alta y al fondo del extenso patio  y era independiente de la nave central de la casa. Colindaba con un callejón poco transitado del viejo pueblo, del cual mi abuelo fue uno de los fundadores. Hombre de trabajo, pero amante de las letras.  Construyó su espacio y  cuando  se enclaustraba a leer,  decía a  la abuela: -no estoy para nadie. Estantes de cedro, donde  dormían  cientos de libros, abajo  un sofá de piel suave, mullido.  Un  escritorio resistente, como para soportar el peso de un elefante.  Había un baño completo, closet,  cuadros al oleo, y breves escaleras, que tenían varias funciones.  Una de las paredes del fondo que colindaba con el callejón,  tenía un  deterioro ocasionado por la  humedad.Pocas veces había estado allí, la verdad, yo soy proclive  a la fiesta, a la música, al convite, y no a estar en soledad. Mi padre, siempre fuera del país, o en la capital, pues fue un político apreciado.
 Platiqué con mi esposa acerca de  remozar la biblioteca.
 -	Es mejor que  la tires y allí  podemos construir un jardín de juegos para los nietos. El tiempo se va rápido.
 -	Preferí  el silencio.
 -	Pero si vas a contratar gente para limpiar libros y quitar telarañas, entonces le diré a mi ahijada,  que vino a verme a ver si le conseguía trabajo, pues  desea seguir estudiando.
 -	Dile que sí  que venga el próximo lunes.
 El trabajo  de limpieza de los estantes y libros   no  estaba exento de riesgos, por lo  que deseaba una mujer apta. Cuando la  entrevisté,  calculé  diecisiete años  de edad,  morena,  de cabello  corto, cutis  manchado por  el acné y  seria.  Llamaba la atención una verruga  que brotaba en su hombro derecho  y que  trataba de ocultar sobreponiendo un saquito de mezclilla. Ese día   combinaba una falda  que dejaba ver unas rodillas con cicatrices profundas que hablaba  de haber sido una niña inclinada a juegos más de varones que de niñas.  La contraté. Normalmente  ella  abandonaba  su sitio de trabajo,  para tomar sus alimentos, o bien para  retirarse.  Yo,  después de llegar a casa,  tomaba un café o una  bebida,  iba a ver el avance del trabajo  y a darle indicaciones según viese. Siempre la vi en su quehacer,  algunas veces hojeando  libros,  o sacudiendo los estantes  de la vieja madera. Me daba las buenas tardes, con susurros,  y continuaba su labor, la veía  y si bien no  era una mujer para asombrarse, tenía  esa sutil  manera de ser que  alteraba el deseo de saber de ella. Sin embargo  no lo permitía y,  discreta se guardaba los pormenores.  La vi  una vez sobre la escalera cuando quitaba telarañas y  aunque llevaba un pantalón holgado, pude adivinar  sus formas, pero una vez, cuando no esperaba,  la encontré sentada en el sofa, con la pierna cruzada y leyendo a Inga.  Tan absorta estaba que no escuchó mis pasos cuando me acerqué.
 
 Inga   era una novela.  Fue un hallazgo, la compré en un tiradero de libros viejos  cuando estaba en la capital estudiando.  Trataba de una joven   rubia, impetuosa, muy bella, que vivía en una ciudad sueca con una tía madura  a quien confiaba buena parte de su vida, sus novios, sus dificultades.  Novela que me llevó al cielo en noches de soledad y que  casi memorice. Ella seguramente leía  el capítulo tres,  donde Inga conversaba en la sala con su tía:
 —	Deseo  tener  relaciones sexuales.
 La tía no se inmuto,  para su óptica, estas  cosas que son tabú en una buena parte de las sociedades,  para ellos, son parte de la vida.
 —	Que te ha motivado?
 —	 Las lecturas, tus libros y aunque eres discreta, me he dado cuenta de  tus cambios de humor cuando  llega  Iván.  En otras ocasiones  escucho tus quejas y suspiros. Y  yo deseo saber y sentir también.
 —	Estás en edad. No puedo evitarlo si así lo has decidido, sólo  debes de hacerlo con responsabilidad y cuidarte de un embarazo no deseado.
 Soy  exacta en mis  menstruaciones  y puedo precisar el día que estoy ovulando.  Así que reconozco cuando podría estar  en riesgo de un embarazo.
 —	Imagino,  que  tendrás candidato, procura  ser muy cuidadosa en la elección y ya sabes, los feos no están permitidos, le dijo bromeando.
 Lo que Inga no  dijo a su tía  fue que el Candidato  favorecido era Iván, el amante de ella.
 Una Noche  Cuando  recién terminaban de  preparar la cena, y esperaban a Iván,  la Tía Romi recibió una llamada de  su jefe,  para indicarle que  pasaría por ella en media hora y que viajarían a la capital para  resolver un negocio que estaba cayéndose.  En un santiamén la tía preparó maletas y encargó a la sobrina que recibiese a Iván.
 Inga le abrió la puerta  con  una blusa  holgada, sin corpiño,  donde   los pechos al caminar   se insinuaban bajo  la tela.  La falda  a través de la luz,  dibujaba   los muslos y ropa interior. Iván  percibió el olor de la belleza y cuando supo que su  compañera había tenido que viajar intempestivamente, quiso retirarse, pero Inga  le dijo que la cena  ya estaba servida.
 —	Cómo deseas  tu whisky – Pregunto a Iván, desde el mueble donde guardaban las bebidas.
 —	Un  poco de agua y dos hielos.
 —	Así sabe sabroso,
 —	¿Podrías prepararme el mío? Mientras busco la música.
 Iván se acercó a la cantina  y  en silencio preparó la bebida.  No se había percatado de la sobrina, pero cuanto parecido tenía con Romi. Cuando Inga caminó hacia  el aparato de sonido,  se dio cuenta  de la amplitud de la cadera y  el andar sinuoso de una adolescente que   empieza a sentirse parte del mundo.
 Después de la cena, él consideró prudente retirarse.  Le dio las gracias, elogió  el sabor de los alimentos y  al besarla  en la mejilla, ella  lo atrajo y le dijo cerca del oído, quédate un rato más. Supo entonces  que un mundo de problemas vendría a su vida como un avispero.  Pero  la fragancia  también peleo un puesto y  en esa cara de indecisión, resonó la voz de ella  y atacó al titubeo.
 —Es que me siento sola.
 Ya no  dijo nada,  la abrazó como dándole  compañía. Pero ella no se apartó.  Y  estirando  sus piernas, acercó su boca al oído  y cuchicheándole  en la oreja  le dijo: No te arrepentirás.
 Volvió  con dos platos con bocadillos.  se escuchaba  un  saxo .
 —¿Me sacas a bailar?
 Él sabía, por su experiencia,  en lo que terminaría.  Ella  no ocultaba su intención, y la ocasión era propicia. A él le  molestaba una idea. Pero ella  la deshizo.
 —	Sólo sigo los consejos de mi tía, además ella no tiene por que enterarse, al menos que se lo digas tú.
 —	Explícame.
 —	Nada, no deseo que te sientas culpable, ni tampoco deseo que  dejes de ser amante de mi tía.
 —	Debes de tener muchos amigos de tu edad
 —	Son torpes, mal educados y bobos. Tú sabes tratar, veo  y escucho como   seduces y  complaces a Romi  y eso  se juzga.
 Él siguió  bailando, la atrajo más, y ella aceptó. Mucha de la tensión había desaparecido. Afloró  en él  un  flujo  cálido por piernas y manos.  Tanto,  que se atrevió a  deslizarlas por  las caderas   y, percibió  en  la yema de los dedos,  el siseo de la tela  cuando los glúteos tensaban y aflojaban a cada paso del baile.
 Cuando su respiración cuchicheo en su oído, percibió la respuesta. Ella mordía su labio y un rubor en oleadas planeó  por sus mejillas.
 Ella sabía que esa noche dejaría de ser virgen. Él supo que ya no había retroceso.
 
 Cuando me vio al lado de ella,  se asustó en demasía, la calmé y le dije que siguiera la lectura,  que  leyera en voz alta, mientras iría a la cantina a preparar unas bebidas. El abuelo, había dejado muchas, así que no me  fue difícil encontrar una  para mi, otra para  ella. – una suave crema de almendras- Cuando regresé apagué las luces generales y prendí una lámpara de pie, suficiente para  continuar  leyendo. Después de brindar  y darle confianza, la insté a que siguiera la lectura en voz alta.
 
 Iván  era rodeado por los  brazos de ella. La boca de él hacia  recorridos  desde el cuello hasta  el lóbulo,  se detenía en la mejilla y en  la comisura. Ella  abría la boca  esperando los labios, pero  él sólamente  llegaba a  los linderos. Inga ansiaba aquel beso y el beso no llegaba. Así  cuando la boca estuvo muy cerca,  ella abrió  fuego.
 —Bésame.
 Obedeció a la palabra,  pero sus labios antes de empalmarse a los de ella,  los humedeció  con su lengua , labios que después  mordisquearon,  y  de un beso sutil , paso poco a poco a la  sensación reciproca de unirse más  y encontrarse con   el calor, la textura,  y  admirarse  de los tumultos de oleadas que  van  recorriendo  los vericuetos  del cuerpo.  Hasta llegar a  enlazarse  las lenguas  y ambos,  succionaron con  cadencia y movieron en la profundidad la fuerzas de lo inevitable, el no retoceso.
 Se habían detenido en la mitad de la sala.
 —apriétame.
 El  obedeció y una segunda oleada  empezó a caminar. Ella percibió su erección  entre sus piernas  e instintivamente  la cadera de ella ofrecía  abriendo  el compás de sus piernas. Él  la acompañó con  movimientos encontrados.
 
 La voz de ella daba el acento adecuado a la lectura, pero  entre silabas se notaba otro  tipo de inflexión.  Había percibido, pese a lo tenue de la luz,  el enrojecimiento de sus labios y cómo  sobre su blusa abría la erección de sus pezones;  la piel  erizada de  sus rodillas y sin pensarlo, puse mi mano sobre su muslo, si  ella  aceptaba,  seguiría en la lectura, y si no, se levantaría indignada  y  afrontaría las consecuencias. Un Segundo después  la quité. Me levanté y fui de nuevo a la cantinita.  Al regresar con las copas, me acerqué a su oído y le cuchichee, “continua”  Si bien mis labios no tocaron su piel, si pude percibir el siseo de la testa y la tibieza emanada en una areola de perfume dulce que circulaba por  su nuca.
 Decidí mantenerme de pie, detrás de ella, mientras seguía leyendo.  Tenía a mi alcance la letra impresa del libro, el perfume, y la elevación acompasada de los pechos, que  subían y bajaban, e irrumpía un silbido discreto, proveniente de la  nariz, que ocasionaba fugaces claudicaciones  atribuidas  al fuego intimo de la lectura, o bien a esa suave intensidad cuando se vierte el licor en la sangre. Puse ambas manos sobre sus hombros y las dejé allí.
 
 Las manos de Iván eran dos abanicos delicados que acariciaban  desde la cadera hasta la redondez, suaves  yemas alisando  terciopelo.  Las bocas  descansaban,  ella en el cuello  y  él  lamiendo el lóbulo de sus orejas. La voz del saxo caía y se levantaba.
 —Apriétame con más fuerza.
 La atrajo hacía él,  las manos se volvieron más  enérgicas y  abarcaron la redondez de sus nalgas y apretaron con pellizcos pausados y susurró “así” Ella, suspiró.  Y él entendió que podía soportar las envestidas.
 
 Volvi boca a su  oído y le cuchiché: “que bien lees”  y puse mis labios  en el lóbulo de la oreja, bajando después hacia  la curva del cuello, las manos deslizaron por los hombros y sutilmente acariciaron sus brazos. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar la lectura, pero siguió.
 
 -Tienes unos pechos increíbles-,  bajó la testa  y mordisqueo la tela por donde sobresalían
 -	Bésamelos. – al mismo tiempo sus manos sacaron del cuello la blusa quedando dos lunas en floración.
 Quedaron al centro, la orquesta acompañaba al saxo,  el bajo apenas perceptible susurraba  compases. Ella  con sus manos acariciaba el pelo ondulado y rojizo de Iván, y  levantaba enérgica  sus pechos y guiaba  su pezón hacia la humedad de la boca. Se dio cuenta en ese momento que la excitación entraba por su piel, por sus ojos y su oído era un receptáculo de  placer.
 
 Mis manos dejaron de acariciarle los brazos, subieron a los hombros y lentamente descendieron hasta llegar a la suavidad de sus pechos. Se  le quebró la voz. Mi boca  abrevó en sus oídos, mis labios  apretaron uno de sus lóbulos,  ella subía los senos, para que mis manos pudiesen sopesarlos.  Ella ya no era ella, yo tampoco. Éramos palabra, lectura. Luz tibia que ardía entre libros, madera y olores que se despertaron de un tiempo ido.
 
 La mano de Inga bajó hacía la entrepierna  y bajó el cierre del jean. Metió la mano y palpó, lo que sólo conocía por imágenes de libro. No imaginaba que fuese así, tan duro, tan febril, como un  pequeño ser vivo. Él ayudó, la destrabó del bóxer y dejó que saliera. Los dedos  finos apretaron y se deslizaron para reconocer lo que ella sabía que  estaría dentro de sí. Recordó entonces los gritos de su tía y se estremeció.
 
 Ella leía con voz quebrada, yo arrodillado mordisqueando sus muslos. Al tiempo que  desabrochaba la blusa para liberar los pezones del   sostén. Mi boca buscaba la entrepierna y la voz se calló cuando mis labios acoplaron a sus labios íntimos y mi  lengua atropellaba delicadamente sus interiores.
 Yo sabía por  lecturas previas al libro,  que Inga había preparado todo para que Iván no se sintiera culpable. Recordé letra por letra.  Mientras corría la humedad de Isa   abriéndome surcos en mi paladar.
 
 Sentados en el sofá, era besada en sus areolas y ella aprisionaba  entre sus dedos la piel  genital. Como sintiéndose asfixiada, se levantó,  bajó sus bragas con rapidez y se sentó en su regazo.  Ella guió el glande hasta su centro e introdujo centímetro a centímetro, sabiendo que había que romper una barrera, a la que cerrando los ojos y arrastrada por la pasión,  fue  rebasando,  cruzando  la frontera, cerró los ojos y  sin pensarlo se dejó caer sintiendo que el pubis de él era acompañado por el de ella. Iván no daba crédito, al mirarla encontró en sus ojos un regato de lagrimas. Inga se dio cuenta que también se llora de placer y le dijo al oído. “no te muevas, déjame gozar y bésame”
 
 Isa dejaba, yo hacía y sólo las sombras confusas serían compañeras del desborde de una pasión que nunca había sentido. ¿Era Iván?  ¿O  era el estudiante que furioso se masturbaba en  algún cuarto solitario de la ciudad? Mordisqueaba sus pechos, saboreando el olor de sus manos, pues ella en su arrebato, los tomaba y me invitaba a succionarlos, ofreciéndome el pezón alargado y  rubiforme.
 Acostados, desnudos, y  a la breve luz de la lámpara, pude distinguir la finesa de sus formas:  minúsculos pezones, duros los senos, como si estuviese dando de amamantar, piernas largas, gatunas que  al sentirlas a los lados de la cintura,  me abrazaban con tanta fuerza que nos hacía ser uno.  Ella cerraba los ojos, y me ofrecía la boca,  la rudeza de su respiración, y hondos suspiros que terminaban en  gemidos. Quedamos en silencio,  atarantados del exceso de placer y aún sin poder aterrizar la conciencia.  Sonó el celular y ella presurosa contestó.
 Al tiempo que ella terminaba de hablar con su mamá, escuché que el portón de la casa se abría y   por el ruido del motor,  sabía que era mi esposa que llegaba de  su sesión de los viernes con las damas de caridad. Sabía también que me buscaría y al no encontrarme en la sala de la televisión, vendría a buscarme en la biblioteca. La realidad llegaba pateando las puertas.
 Ella entró al baño a retocar su imagen. Yo veía mentalmente  los movimientos de mi esposa y planeaba el escape de Isa.  Sobre la puerta había una rejilla de ventilación, apoyado sobre la escalera miré y  tenía a mi vista la parte posterior  de la casa.  Bajé de la silla y fui al fondo, pues los ruidos del callejón se escuchaban vivos.  Pegué mi oído al dintel deteriorado y un apéndice,  evitaba que mi oreja quedara plana  a la pared. Vi que era una palanca semioculta en las imperfecciones del  revoque.  La enganché con  el dedo, tiré y tronó, como si hubiese jalado de un gatillo. Por gravedad  se deslizó la parte delgada de la pared dejando una salida hacia el  callejón.  Cuando Isa salía del baño,  entré para reacomodarme la figura. Al salir  le hice una seña de que no hablará y le mostré la puertecilla. La abrace con ternura, y al oído le dije “toma un taxi”  mañana hablaremos y deslice en su bolsa lo suficiente para que pagase el servicio.
 
 Minutos después tocaron a la puerta. Abrí. Era  mi esposa.  Regresé al escritorio, donde previamente había dejado  varios libros.
 -	¿Qué haces?
 -	Revisó los libros del abuelo
 -	¿Vas  a cenar?
 -	Claro. ¿Cómo te fue?
 -	Bien, pero contaron cada cosa. Apúrate,  porque la cena no tardo en servirla y deseo acostarme temprano. Estuviste tomando…
 -	Sólo una crema y un whisky.
 -	¿Y de cuando acá te gustan las cremas?
 -
 No le contesté, cerré la Biblioteca y pensaba en Inga, en Isa, en  el abuelo. Y también  en su deseo de acostarse temprano. Generalmente se acostaba y ya. Cuando yo lo hacía la mayor  de las veces dormía profundamente. Despertarla me costaba más sinsabores…
 Con el baño me recuperé. Acostado, la  luz de una pequeña lámpara conformaba el perfil de  mi esposa. “Estuvieron contando cada cosa, que me puse inquieta y me despedí”. Entendí que a ella se le habían despertado sus deseos y cuando estaba de lado metí mis labios en la nuca, pero después de lo acontecido, no  había perdido deseos. Le mordisqué la nuca y dije suspirando: Inga.
 Ella se volteo y me dijo:
 ¿Y quién es Inga?
 Inga es una adolescente, que desea saber que es el sexo y decide investigarlo con el amante de su tía.
 -Ah es una novela ¿y eso revisabas cuando  fui a verte?
 -sí.
 - ´Pues que abuelo tan caliente tuviste.
 Le di la razón. Esa puertecita que da al callejón, debería de tener su historia. Quedé en silencio, pero la verdad  en ese momento el caliente era Yo.
 
 
 
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