Otro año más. Dentro de unas horas volverá a suceder.
Ustedes ya saben lo que dicen las viejas, no hace falta que yo se lo repita…. ¿O acaso algún forastero recién llegado al lugar desconoce la historia?
En ese caso, siéntese junto a la hoguera, que ya refresca, y atienda.
¿Ve aquel espeso bosque al pie de la colina? Es muy frondoso… En verano nos proporciona algunos rincones agradables para descansar y reunirnos a pasar una tarde tranquila. Pero nadie se adentra mucho en él, las gentes que viven en los pueblos de alrededor tienen mucha cautela a la hora de penetrar entre sus árboles y apenas nos aventuramos unos pocos metros, donde las ramas y los troncos nos son bien conocidos. Los lugareños son muy supersticiosos y evitan rondarlo, sobre todo ahora, que los días son cortos y las noches se tornan negras y eternas. En estas fechas, entre esos árboles se refugian los oficios de sangre y magia negra.
Cuentan las viejas –que de esto saben mucho- que hay varios claros perfectamente circulares esparcidos por el bosque, producto de tenebrosos rituales. En esos lugares nada crece, ni un brote de hierba, ni una despistada flor. Nada; totalmente áridos. Dicen que ni las piedras se encuentran allí, que ningún animal los atraviesa, que son lugares malditos. Si esto es cierto o no, depende de a quién le pregunte.
Yo sólo puedo hablar por mí.
……………
Recuerdo que estas leyendas comenzaron siendo yo un niño de 9 años, y cobraron un auge mayor con el fallecimiento de mi padre. La víspera de su muerte hacía frío y él me pidió que le acompañase a por leña antes de que anocheciera, pues no teníamos con qué prender la lumbre del hogar y esa noche anunciaban heladas. Entramos en el bosque por los lugares conocidos y seguros cuando apenas sonaban las seis de la tarde. Recogimos ramas y pequeños troncos que yo arrastraba en un atado con una cuerda mientras mi padre se encargaba de los pedazos más pesados. El viento silbaba melodías siniestras entre las hojas de arbustos y árboles, y el frío calaba en mis huesos por momentos. Sobre nosotros, me percaté de que las nubes corrían a una velocidad vertiginosa, como si el tiempo se hubiera acelerado, dando paso a las sombras mucho antes de lo habitual. Llevábamos horas deambulando; la noche avanzaba muy rápidamente y debíamos regresar si no queríamos perdernos. Mi padre abría camino y yo le seguía de cerca, buscando entre la hojarasca algo más de leña para llevar a la casa. De pronto, enfrascado en mi labor, me topé de bruces contra su espalda. Había parado de caminar. Estaba inmóvil, totalmente rígido. Le pregunté qué sucedía, pero no me respondió; así que me adelanté hasta su posición y traté de mirarle a la cara. Estaba pálido, con el gesto desencajado, los labios tornándose de un grisáceo de hielo mortuorio y la mirada fija en un punto indefinido.
Como es comprensible, me asusté. Volví a preguntarle, esta vez con más ansia, pero tampoco obtuve respuesta, parecía que se hubiera quedado sordo. Le grité y le zarandeé de la manga de la chaqueta. Como un autómata que responde de forma refleja, movió bruscamente su brazo y me empujó hacia detrás, tirándome al suelo. Al tratar de levantarme, confuso, temeroso y con unas irrefrenables ganas de llorar, miré sus pies. Bajo ellos no había musgo, hierba, ramas o plantas silvestres; sino que una extensa planicie de fina arena roja se extendía bajo las suelas de sus enormes pies. Nunca había visto algo igual en ese bosque en el que la tierra es negra, fértil y húmeda, totalmente distinta de aquella arenisca seca que parecía colocada ahí de forma perfectamente artificial. Salí de mi sorpresa al escuchar que mi padre, con una voz que no era suya, me ordenaba que huyese.
No sé por qué lo hice, ni por qué a día de hoy volvería a hacerlo. Ni si quiera sé cómo logré salir de allí; sólo sé que aquella voz me estremeció, se me inyectó en la cabeza y supe que no debía desobedecerle. Corrí desesperado sin saber hacia dónde dirigirme, pues nada parecía igual a cuando entré con mi padre. No tengo idea de cuánto tiempo pasó mientras atravesaba esos malditos árboles. Cuando por fin alcancé a ver las primeras casas del pueblo me dí cuenta de que estaba a salvo y una sensación de alivio invadió mi cuerpo. Sólo entonces me detuve, apoyé las manos en las rodillas, inhalé con fuerza para recuperar aire y mi cabeza funcionó de nuevo. ¿Y si mi padre no lograba encontrar el camino de vuelta? Debía volver por él.
Cuando levanté la vista y la dirigí al bosque, un escalofrío me recorrió por completo. Aún era de día, apenas comenzaba a atardecer, y sólo sobre el soto se revolvían las nubes grises ocultando cualquier atisbo de luz. La ronca campana de la iglesia tañó anunciando las siete de la tarde. Era imposible.
Con los ojos vidriados por el miedo, me acerqué a los primeros árboles para adentrarme en busca de mi padre. Un frío blanco surgió de la espesura, paralizándome y obligándome a cesar en mi empeño de atravesar de nuevo aquel laberinto de troncos resquebrajados. La tormenta sobre el bosque parecía inminente. La pequeña capilla comenzó a tocar por difuntos y los murmullos sordos de las ramas parecían cantar a los muertos aquella primera noche de noviembre. El sentimiento de dolor y vacío crecía en mi corazón y me arrastraba a un abismo vertiginoso.
Corrí hacia mi casa como si me fuera la vida en ello y me refugié en los brazos de mi madre. Ésta, hincada de rodillas en el suelo me miró y me preguntó por mi padre. Entre sollozos alcancé a relatarle lo que había sucedido en el bosque y cómo se había quedado petrificado frente a aquel lugar obligándome a volver al pueblo sin él. Mi voz se entrecortaba y mi pulso estaba muy acelerado. Le pedí que cogiéramos unas candelas y fuéramos en su busca para ayudarle a salir. Ella tan sólo me miró con una angustia infinita, me abrazó y lloró. No fue a pedir ayuda. No fue a buscarle. No dijo nada.
Cuando se serenó, se dirigió a la alacena, sacó una vela blanca y la prendió junto al tragaluz del salón.
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