Este no es un cuento, Magritte, no lo es.
Si hay un país donde abundan las entidades extrañas, ese país no puede ser otro que Estados Unidos de América; nación repleta de asociaciones creadas por millonarios excéntricos —cuando no irremediablemente dementes— que no saben con exactitud qué destino dar a sus bien calculadas fortunas. Nombres como Sociedad para la Protección del Pingüino Zurdo y Vegetables Rights Foundation pueden dar una idea de lo que estoy diciendo. Una de esas fundaciones me extendió una invitación para participar de un congreso de literatura que se llevaría a cabo en esas tierras norteñas. Mi parte consistía en preparar un texto “científico-literario” y leerlo en el evento; el escrito sería el trampolín para disparar a posteriori las discusiones con la concurrencia. Los invitados eran “escritores que en algún fragmento de sus obras involucraron de uno u otro modo aceleradores de partículas”. Yo había hecho alguna mención en el relato de un libro primerizo, puedo evocar vagamente aquella oración donde el acelerador de partículas aparecía en una metáfora demasiado forzada. Recuerdo con poco cariño a ese cuento del que tan sólo podía rescatarse el ritmo acompasado que imponía a los párrafos la música de marcha militar de las esdrújulas.
La invitación lo cubría todo: pasajes (código de reserva Amadeus: 3M2F87), hotel, viáticos y una carta de la organización que me aseguraría la visa de entrada al país. El congreso tendría una semana de duración. Todo pagado en la mágica isla de Manhattan, donde la Fundación “Rima de Quarks” tenía su sede. No encontré motivo alguno para rechazar esa oportunidad. Me metí a Google Earth e imprimí mapas de los lugares que me interesaría visitar en la Gran Manzana. Preparé mi texto (título: Basho y los agujeros de gusano), coloqué ropa y ejemplares de mis libros (para intercambio) en una maleta y emprendí el viaje. Luque-Sao Paulo-New York. Llegué al Aeropuerto John F. Kennedy de la Ciudad de Nueva York en plena madrugada; un automóvil me llevó de Queens a Manhattan, hasta el hotel que me habían reservado: The POD Hotel. Era un edificio coqueto donde todo estaba minimizado; el espacio reducido de la habitación tenía demasiado de celda pero sin perder un ápice de elegancia. Un hotel digno; pequeño, pero que podía gloriarse de su ubicación en el centro mismo de Manhattan: el Midtown.
Al día siguiente asistí al congreso. Todo salió muy bien. Las lecturas se sucedieron con absoluta normalidad. Escritores casi tan desconocidos como yo hablaban, con admiración, de sus obras; hubo odas a la Ciencia y a la Literatura. Se habló —con más entusiasmo que conocimientos certeros— de gravedad cuántica, de narrativa hipertextual, del bosón de Higgs, las anomalías de las Pioneer y de juegos de palabras con neologismos cibernéticos. Lo de siempre. No profundizaré en detalles puesto que carecen de toda relevancia.
Como era mi primera vez en la ciudad que nunca duerme, aproveché la ocasión para hacer lo que todo turista. Central Park, Isla de la Libertad y la estatua cornuda. MOMA y Museo Metropolitano (¡Oh Renoir! ¡Oh Monet!). Bronx Zoo y Ellis Island. Madison Square Garden y Rockefeller Center. Brooklyn Bridge y China Town. Postal nocturna de la ciudad desde la cima del Empire State. Guggenheim. Un partido de la NBA (jugador de la semana: David Lee de los NY Knicks). Tour hop-on hop-off a través de Brooklyn, Queens, Harlem. Phantom of the Opera, en Broadway. Times Square y la luz como protagonista. La hipermodernidad de Lipovetsky. Nueva York, la gran ciudad con todas sus galas. “Fácilmente batida por Tokio”, según una amiga que estuvo allí. Los mapas que había impreso con Google Earth no tuvieron la exactitud que me esperaba de parte de la empresa californiana, mas ello no pasaba de ser un detalle insignificante dentro del contexto de todo lo vivido en la capital del mundo. El congreso llegó a su fin y era imperativa una vuelta a la rutina. Había resultado estupendo pero ahora tocaba regresar.
Llegué al Aeropuerto John F. Kennedy (código IATA: JFK), en Queens, a las cuatro de la mañana. El vuelo de regreso era otra vez con Delta Air Lines (código: DL) y estaba programado para las 06:30 horas. Involucraba conexiones en Atlanta y Sâo Paulo para finalmente llegar a Luque, Paraguay. Delta Air Lines tenía unas máquinas (kiosks) que permitían al pasajero imprimir su pase de abordar sin tener que recurrir a los funcionarios de la aerolínea. Me acerqué a una de ellas y leí que recién a partir de las 5 am podría uno empezar a utilizarlas. Me di entonces a la espera. Al pasar unos minutos de las cinco de la mañana me acerqué nuevamente al kiosco, crucé el pasaporte a través de la banda lectora y completé los datos de mi billete electrónico. El 23 de enero, a las cinco horas y siete minutos de la mañana, tuve ya en mis manos el pase de abordar, según los datos que veía en la pantalla.
Ya estaba todo listo. Era cuestión de esperar a que se iniciara el abordaje. Pero llegaron las seis de la mañana y no vi a ninguna otra persona. ¿Seré el único pasajero?, me pregunté con sorna. El personal de la aerolínea tampoco se dejaba ver. ¿Estaba mal mi reloj? Miré la hora en mi muñeca izquierda y la comparé con la indicada por el celular. Estaban sincronizadas. Fui al kiosco de impresión automática de pases de abordar y vi que la hora era correcta. Pasaba el tiempo y nadie aparecía. Me encontraba en uno de los aeropuertos más importantes del mundo y parecía el único ser que deambulaba en su interior. Afuera, el frío de enero devastaba la ciudad. Adentro, la incertidumbre me devastaba a mí. ¿Qué estaba pasando?
Seguí esperando, pero Godot no asomaba. Los relojes avanzaban. Podía ver que la hora continuaba su marcha en las pantallas de los kioscos automáticos de impresión de boarding pass. El aeropuerto más transitado de los Estados Unidos y no se podía contabilizar dos almas en el lugar. Algo andaba mal. Dejé mi enorme maleta frente al mostrador y empecé a recorrer las instalaciones. Las ventanillas de Atención al Cliente se mostraban vacías. Me metí al otro lado del mostrador de Delta: papeles para completar, formularios de migración. El resto era silencio. Sólo el zumbido liviano de algunos tubos fluorescentes servía como banda sonora a mi desesperación. No se oía tráfico de aviones en el exterior. Todo parecía abandonado. Desierto. Era como si un rayo mortal los hubiera desintegrado a todos y ese rayo desgraciado se hubiera olvidado de mí. Justamente de mí. Creía estar dentro de una novela de Saramago, donde el único ciego era yo; donde sólo a mí me estaba negada la visión de los demás y la percepción del fluir del mundo exterior. Las horas pasaban, el hambre que jugueteaba en mi estómago podía atestiguarlo. Fui a sentarme a un banco y me tomé la cabeza.
— ¿Qué diablos está pasando?— grité.
Mi desesperación iba en aumento. ¿Volvería a ver la tierra roja de mi patria? En mi reloj y los del aeropuerto dieron las cuatro de la tarde. Seguí recorriendo la Terminal 2. Gané la calle y fui caminando hasta la Terminal 3, también operada por Delta Air Lines. En el exterior del edificio el escenario era el mismo. Desolación. Tan sólo la monocorde música de la soledad se paseaba por las vías del monorriel AirTrain. Continué mi camino y de repente ¡aleluya! Vi a un mendigo durmiendo en el corredor de la Terminal. Un compañero, otro individuo como yo habitando la incertidumbre. Un compinche. Los dos únicos seres que éramos en el tercer planeta. Estaba envuelto en papel diario y unos aplastados cartones le hacían de colchón. Me aproximé.
—Tell me, my friend, what is going on? Where are all the people? What is going on?, me oí decir con un inglés impregnado de ese acento latino que suelen tener los traficantes menores en las películas de Hollywood.
—Ragnarök, masculló el mendigo, mirándome con unos ojos lentos que bregaban por enfocarme entre la legaña.
Ragnarök, repitió y tuve la sensación de que el pordiosero había cumplido su misión en el mundo, como si hubiera sido concebido tan sólo para protagonizar ese momento en que debía pronunciar tres sílabas ante un turista carcomido por las preguntas. Ragnarök dijo lentamente, paladeando la palabra, y señaló el cielo ennegrecido con una mano donde las uñas se mostraban como recientemente decapitadas a dentelladas. Ragnarök, dijo por última vez, antes de darme la espalda y volver a dormirse como si nada sucediera. "Maldito seas", le grité y me dirigí a la Terminal 3 donde el paisaje era idéntico al de la terminal anterior. Vi el mismo abandono y mi desesperación fue la misma. La misma pero no exactamente la misma sino más grande. Acrecentada por aquel misterioso ragnarök de mi coexistente.
Decidí regresar a la terminal anterior. Nuevamente la calle de aceras ateridas. El viento impío y sus cuchillas. Al volver sobre mis pasos noté que el mendigo ya no estaba donde lo había dejado. No estaban sus cartones ni estaba el papel diario que minutos antes lo aislaba del frío neoyorkino.
Me estaba volviendo loco. Arrastrando mi maleta a toda prisa volví a la Terminal 2, donde debía hacer el check-in. Todo fue un angustioso déja vu. Solamente la hora había cambiado en ese lugar. Ragnarök, había dicho el pordiosero. Yo no había visto mendigos en Manhattan. Quizá aquí en Queens fueran comunes. Ragnarök. ¿Pero qué podía tener que ver la batalla final entre los dioses de la mitología nórdica con que no pudiera volver a mi país? ¿Qué relación podía haber entre Odín y la desaparición masiva de pasajeros y personal de aeropuerto? El Valhala de mi patria alejándose más cada segundo, como una galaxia espiral. Ese 23 de enero se volvía más atroz cada vez, se hacía cada vez más intenso en mi memoria; fecha grabada a fuego. Eran ya las once y media de la noche, pronto sería el 24 de enero y yo estaba todavía allí entregado a las garras de lo absurdo, viviendo esa realidad guionada por algún loco. Me acurruqué en uno de los bancos y caí derrotado por el sueño, rendido ante el esfuerzo terrible de pretender racionalizar lo insano que me estaba sucediendo.
Desperté al oír pasos y voces. Con tan sólo un pie y medio en la vigilia contemplé a la gente haciendo fila frente a los kioscos, imprimiendo sus boarding pass, arrastrando su somnolencia, su prisa y sus maletas. Personas, desplazándose en todas las direcciones. De repente todo estaba bien de nuevo. Normalidad. La vida volvía a moverse. Alguien había oprimido el botón play de la existencia. Recordé haber olvidado mi pase de abordar sobre uno de los mostradores en la otra terminal. No quería ir a buscarlo por lo que, rogando que la computadora me permitiera imprimir otro, fui corriendo hasta el kiosco. Para mi sorpresa, lo imprimí sin problemas. Y allí el misterio. La fecha no era 24, como cabía esperar. La fecha impresa en el papel indicaba que era el 23 de enero y que eran las 4:41 horas de la mañana. Yo tenía el cansancio acumulado de un día entero. Y sin embargo, según la fecha del pase de abordar ese día recién empezaba. Pregunté qué día era a un melenudo jovencito que vestía una camiseta con el logo de Metallica y escuché, con horror, la respuesta:
—January 23, man. Friday.
No quise entender nada. Con el pase de abordar en la mano hice el check-in y me uní luego a una fila para atravesar el área de Migraciones. Pasé. Gané la zona de embarque. New York-Sâo Paulo-Luque. Llegué a casa en las primeras horas del 24 de enero. El día se había congelado para mí, me tocó interpretar el involuntario papel de un Josué del siglo XXI. Hasta antes de escribir este cuento —en un intento de exorcizar ese fragmento irresoluto de mi ayer— no había comentado a nadie el episodio. Me habrían considerado un trastornado. Me he convencido a mí mismo, como un modo de escapar de una segura demencia, de que todo no ha sido más que una avería momentánea en mi percepción del tiempo, debido tal vez a los efectos del estrés al que estaba sometido en aquel entonces. Pero en mi fuero interno sé bien que no se debe a eso. Sé bien que lo que me sucedió en aquel aeropuerto fue tan real y a la vez tan misterioso como el asesinato en Dallas de aquel presidente estadounidense.
* Este cuento fue seleccionado finalista del Premio Juan Rulfo 2009, entre otros 4.735 trabajos presentados. |