Tenía entonces 8 años de edad... caminaba de la mano de mi madre, esa mujer morena, delgada y llena de sueños... mi madre, una mujer atípica, diferente, llena de notas musicales, llena ella de arte... nunca supo ser la madre típica, aquella del plato de sopa humeante, aquella del cariño en la frente cuando estas enfermo... sin embargo, marcó tan profundamente mi alma... Ella a diario me enseñó el cariño por los animales... el amor ilimitado por todo aquello que parece imposible... aquello que siembras sin saber si cosecharas... amor por el arte, el cine, la música, el flamenco... mi madre aun ahora es capaz de llorar cuando ve la injusticia... mi madre, capaz de esbozar una lagrima cuando la música española rasguña las murallas de mi casa...
Es que mi hogar es eso... nada normal... cada uno de los miembros de mi familia es un ser diferente, totalmente fuera de lo común... a diario se escucha la música de Serrat, de Sanz, flamenco puro, música española que arremete nuestras almas casi con violencia, pero que nos hace sentir vivas y llenas de vitalidad.
Mi casa, llena de perros y gatos recogidos desde la calle, animalitos sufrientes, abandonados, al borde de la inanición y la muerte... cercanos a la crueldad humana por largo tiempo, venidos de la nada, hacia la nada... convertidos de un momento a otro en miembros de la familia con mayores privilegios, hijos de mi madre que da todo por ellos. Hemos sido capaces de abandonar nuestro propio confort por aquellos pequeños de ojitos brillantes y narices húmedas... en el fondo esa es mi familia, el grupo animal-humano que más amo en este mundo, el centro mismo del amor... ese amor que me acompañará como un calorcito dentro del alma por el resto de la vida.
Pues entonces… en aquella ocasión en que caminábamos yo y mi madre por la calle San Diego... era un invierno tan lluvioso... tomamos la decisión inmediata de subir al quinto piso del Teatro Cariola, allí donde mi madre trabajo en aquellos años de su juventud que a mí siempre me han sonado tan lejanos... entramos a aquel edificio húmedo, en el que en cada rincón se respira un aire de mejores tiempos... desde allí ya escapaban sonidos típicos de danzas españolas, castañuelas y taconeos. Sentía la música saltar en mis entrañas, retumbar en mi cuerpo al ritmo exacto de los latidos de mi corazón. Llegamos arriba. Acceso cerrado... la música escapaba por debajo de una puerta gruesa y blanca, cerrada a machotes. Gritos... taconeos y vida; algo misterioso y apasionante ocultaba esa puerta... mi madre apretó mi mano y me dijo...
- Es aquí... es aquí... –
De pronto se abre la puerta y aparece el... el maestro... Manuel El Gitano... vaya que si hace honor a su nombre... un hombre moreno, muy delgado, vestido de negro, cabello largo y ensortijado, edad indefinida... Nos brindó el privilegio de entrar a su sala de bailes... algunas muchachas bailaban al son de una música que ya, en ese entonces, me era conocida... se deslizaban con una técnica impecable, una disciplina nunca vista, y una pasión en sus movimientos que me llenó de emoción... eso era... eso era lo que yo quería. Para eso había venido yo a este mundo... mi alma de niña se regocijó con este descubrimiento y lo supe con certeza... eso era lo mío.
Desde entonces y por siempre ha sido la tónica de mi vida... el baile... conozco ahora, al término de mi infancia y al inicio de mi juventud, el camino claro a seguir... gracias a ella... a esa mujer enjuta que alguna vez me albergó en su vientre, que me dio la vida... esta vida amada que he desarrollado junto a ella y a su pasión.
Algún día, cuando ella ya no este conmigo... cuando hable a mis hijos... cuando cuente a mi descendencia los inicios de mi vida consciente, podré seguramente recordarla, rememorarla a ella, mi madre única, capaz de engendrar junto a mi cuerpo, ese tremendo deseo por vivir profundamente una pasión... El Flamenco.
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