En un confín solitario, perdido entre sierras y acompañado por el silencio, un humilde campesino se empecina, desde la puesta del sol hasta el poniente, en hendir la hoja del arado en su empobrecida tierra. Su rostro demacrado denota las huellas del esfuerzo y la sensación de vacío que lo embarga. El jamelgo, absorto en su rumbo rutinario, mueve la cabeza de aquí para allá al ritmo de sus anchas caderas. También espanta los tábanos con la cola. El conjunto parece desinteresarse de la vida sin embargo acentúa su paisaje oscuro. La mirada del campesino vigila la profundidad del surco, prontamente echará las semillas y se encomendará a Dios. Sin embargo…
Su esposa, hacendosa y sacrificada cuida de las aves, ordeña las vacas y proporciona a la hacienda el quehacer proverbial de la mujer de campo.
El hijo: Esa preocupación.
Ha cumplido catorce años y no habla prácticamente con nadie. Sólo musita incoherencias encerrado en su cuarto frente a la tabla de dibujo. Diariamente con un salto ágil y preciso monta en pelo y sin desayunar ni saludar a su madre, pica espuelas rumbo al liceo distante quince kilómetros. El padre lo saluda con el sombrero inútilmente.
Es muy buen jinete pero extremadamente arriesgado. Gusta de cabalgar por debajo de los árboles y sortear al milímetro las ramas que lo degollarían al instante.
Las notas trimestrales son desalentadoras excepto las inherentes a matemáticas y especialmente dibujo que aún así, es objeto de comentarios desfavorables del profesorado. Desatiende cuasi burlonamente lo que se explica en clase y denota escaso interés en comprometerse con la dinámica del grupo. Nada lo distrae de su mutismo. A despecho, dibuja con precisión lo que le ha sido ordenado, o resuelve a satisfacción las cuestiones aritméticas más arduas; pero su mente divaga sobre un paisaje duro de arena y sal. Un paisaje de lamentos secos, de golpes implacables y amarras zarandeadas por una corriente de olas dobles.
Invariablemente agrega al margen de la hoja de trabajo bocetos alucinantes que estimulan los más variados comentarios. Parece como que sus sentidos estuviesen preparados para expresarse en otra dimensión. Una individualidad sujeta a un destino azaroso que no improbablemente le impidiese pisar tierra firme, pero a la vez le indujese sostener un sórdido conflicto entre subsanar el tiempo perdido o sumergirse en la eternidad de un instante.
Cierto día no volvió. Su madre acongojada se dirigió al liceo donde le informaron que no había concurrido a clase. Tomó intervención la policía y tras un trabajo conjunto de la fuerza y algunos vecinos fue encontrado en una zona montuna de enmarañados laberintos. Se había descerrajado un balazo en la sien. El brazo inerte sostenía fláccidamente la pistola en tanto el cuerpo de chico hallábase reclinado sobre el cuello del tordillo de mirada mansa, no obstante tinto en copiosa sangre.
Transcurrida la liturgia fúnebre, los padres decidieron vender la hacienda. El recuerdo de su hijo era un tormento insoportable. Cambiar de aires podría ser un buen método para atenuar tanto dolor. Para no demorar demasiado el traslado vendieron a precio vil la hacienda, incluyendo las existencias de la casa, excepto lo puesto y algunas prendas más. Una historia como tantas.
¡Damas y caballeros¡ Ponemos a vuestra consideración un extraño dibujo producto de la mente febril de un adolescente que se suicidó recientemente. No es de nuestro estilo dramatizar en este ámbito comercial, aunque creo imprescindible dar cuenta a ustedes de dicha situación pues nuestros asesores suponen que el leitmotiv tendría que ver con el trágico desenlace. El propietario del mismo no le encontró interés al asunto y lo ha incluido entre estos lotes que estamos rematando. Nos hemos asesorado y podemos confiar a ustedes que se trata de una obra excepcional por su composición, pero no menos singular por el tratamiento sicológico que ha inspirado al autor. Nuestro ayudante lo pasará lentamente ante ustedes a efectos de que aprecien la veracidad de lo dicho.
“¡¡Oh¡¡…pobre chico. Realmente es espeluznante.”
“Vaya…”
“Es un trasto para avivar el fuego de una chimenea.”
“Jamás llevaría eso a mi casa, ¡Virgen santísima¡”
Si bien la concurrencia estaba compuesta en su mayoría por marchands de reconocido prestigio, ninguno pujó. El rematador como último recurso coloco el cuadro sobre su mesa recostado a un par de floreros.
Por favor señores… esta obra será considerada mañana una extraordinaria expresión de arte, no es posible que ustedes, hombres y mujeres, reconocidos expertos, no propongan un precio por ella.
Uno de los presentes levantó la mano. Solicitó al rematador sacar inmediatamente esa obra de su visión pues no dudaba que se trataba de una expresión satánica y ya sentía los primeros escalofríos.
Pero…damas y caballeros…
Imprevistamente la totalidad de los asistentes a la subasta es succionada por el cuadro, desapareciendo en el acto ante el estupor del rematador. Densas gotas de sudor le perlan la frente No sin pavor mira nuevamente de soslayo al cuadro sin entender muy bien lo que estaba pasando y menos aún la razón de ese rechazo unánime. El dibujo, encuadrado rústicamente, representa cierto obeso que pinta a una pintora flaca que pinta a una pintora obesa que pinta a una pintora flaca y así hasta el infinito.
El rematador interpretó modestamente que en un punto del tiempo uno de aquellos pintores habría pensado en cerrar definitivamente la eternidad valido de un grupo heterogéneo de especialistas y de ese modo librar a la humanidad de algunas sanguijuelas… Un pensamiento plebeyo y precoz.
“¿Pero que otra vez que te has dormido zopenco? Ha comenzado la lidia y el toro ya casi ha despanzurrado el caballo del picador. ¡Vamos tarambana¡ que ha poco tienes que enyuntar tus mulas y retirar la maldita bestia.” Le asesta un puntapié que le hace crujir las costillas. La multitud ruge. El caballo se ha levantado y arrastra sus vísceras malolientes. El toro lo encajona y lo vuelve a perforar de un cornazo feroz en el cuello. El gentío aplaude satisfecho, pero es hora de la lidia y piden a gritos los monosabios para que retiren de una buena vez esos deshechos, carne de buitres y de perros.
“Pero si ese dibujo me lo iba a llevar yo. ¡Qué ha pasao que me encuentro aquí tirao y sin cuadro¡”
“Déjate de dibujos y cuadros de mierda. Que te daré de patadas y trompis por no cumplir con tu contrato. Tus compañeros te están esperando, so gandul.”
“Si, si…señor. Iré pero puede creer que yo lo ví. Si señor lo vi y sé como explicar el menudo problema del Universo. Yo conozco de esas cosas y ha tocao el tiempo final.”
“Yo te daré tu merecido final si no corres ahorita mismo y cumples con tu obligación.”
Voy, voy porque soy usted. ¿Ha entendido? Porque me sé que también soy un engranaje de toda su vida, de todita patrón, hasta de la del pobre caballo ese que tengo que arrastrar por la arena…”
“Lo que hay que escuchar, mugroso pedante. ¿Quién crees que eres? Pues si eres yo págale tú a la maldita cuadrilla.”
“¿Qué es un monosabio papá?” La niña estira los brazos y las piernas. Se ajusta las pantuflas y toma asiento en la mesa. Hay un delicioso aroma a café. La madre se acerca con la bandeja.
“Vamos hija, que no estoy para rebuscar en Internet a estas horas ni tú para llegar tarde al colegio. Déjate de pamplinas y toma tu café con leche.”
El pocillo de la niña se desintegra y un sobre lustroso se desliza por debajo de la puerta.
Dedicado a Martin Gardner, matemático, filósofo y buen tipo según dicen.
LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
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