La princesa y el muchacho.
Princesa Romyna.
En realidad ella no creía que fuese tanto como una princesa, pero a su abuelo le gustaba llamarla así. Nadie más lo hacía. En la aldea ella era simplemente Romyna, y no le parecía mal. Ciertamente creía que ese nombre se adecuaba más a su personalidad:
- Buenos días princesa- la había saludado su abuelo esa mañana- ¡Feliz cumpleaños!
Le regaló una esfera luminosa. Romyna Lumiere ya tenía dos de esas, una roja y una verde. Esta nueva brillaba con una tonalidad celeste y opaca y cada tanto parecía que se apagaba:
- Me hubiera gustado regalarte una de esas que brillan de amarillo y que dibujan imágenes- había continuado el viejo de barba blanca y mullida- Pero el buhonero de este mes sólo tenía esta. Hmmm… creo que está fallada.
- Es hermosa- contestó Romyna, soleada de alegría- Gracias abuelo.
Inmediatamente la guardó con sumo cuidado en la repisita de madera que tenía sobre su cama, junto a las otras dos esferas.
(Esta tarde…)
No valía la pena gastar un segundo pensando en eso y la muchacha lo sabía. Se dejó llevar vagamente por la incertidumbre y después recordó que era su cumpleaños. Pocas cosas le resultaban tan dulces como su cumpleaños. Era el día en donde sólo encontraba sonrisas.
En el comedor, Franco Lumiere (así se llamaba su abuelo) la había sorprendido entregándole tres cartas y un paquete:
- Una carta es de Samuel’don, la otra es de Marisa’donya, la peluquera… y el paquete es de Lux’don.
Romyna había sonreído gustosa. En ese momento, tres cartas más habían entrado por debajo de la puerta:
- ¡Santo!- había exclamado el viejo.
Recogió la correspondencia y leyó los nombres:
- Esta es de Sergio’don… y esta de Juana’donya…
Se habían enterado de que Juana había preparado una torta de manzanas para regalarle a Romyna, pero que recién estaría lista para la noche. Sergio’don enviaba sus más cálidos saludos, y su carta estaba escrita con letra torcida y despareja, clásica del puño del costurero:
- Allá afuera hay mucha gente que te quiere- había sonreído Franco.
Romyna se había sonrojado:
- No es sencillo ganarse el afecto de la gente hoy en día. Las cosas son más difíciles, ¿no?
- Sí.
El abuelo había sonreído y después la pava silbante había anunciado que el té estaba listo.
Cuando Romyna salió de su casa, después de desayunar, su abuelo la había detenido tomándola por el hombro:
- Quiero verte cuando salgas del Convento, ¿sí? Vas a tener muchos regalos más. Te lo prometo.
- Está bien abuelo.
(Pero esta tarde…)
(No hay que pensar en eso)
(Porque hay mucha gente que me quiere)
Franco era un hombre de setenta a setenta y dos años, de cara ovalada, barba espesa y canosa, poco cabello y mirada glacial. Era bastante alto y grueso, pero su expresión era bondadosa casi al límite de la torpeza. En ese momento abrió la boca para decir algo, se quedó callado, volvió a intentar a hablar y otra vez se quedó sin palabras.
Después, simplemente, dejó ir a su nieta.
(…)
(Todo es tan bello)
(Hasta esa flor amarilla que se mueve con el viento. Así, todo es igual de hermoso. La gente no lo ve, o lo ve y no lo entiende… como si fuera una música)
(Ya lo veo. El sol que nos alumbra. Y el viento y el pasto también.)
Estaba Romyna en su lugar favorito de Aramis, un monte de cima torneada y redonda, cubierto de hierba verde y brillante. Sentada a la sombra de un roble grande y frondoso, miraba a la aldea instalada camino abajo. Desde allí se veía bonita, como un puñado de casas arrojado al azar entre montes y bosques. Bien a lo lejos, chispeaba un río blanquecino. Las torres del templo se elevaban por sobre los árboles.
El otoño estaba empezando, esa bella época de melancolía, y el viento fresco jugó con el cabello rubio de Romyna, que caía como una cascada amarilla hasta la altura de su cintura. Romyna era una chica enteramente hermosa, sólo que ella no lo sabía, como es común que pase con las chicas lindas de verdad.
Tenía grandes y transparentes ojos celestes, parecidos al color del cielo en una mañana invernal. Su rostro blanquísimo y de perfectas proporciones parecía combinar con toda la naturaleza: radiante como el agua de un lago, fresco como el viento y delicado como el sonido de los árboles del bosque.
Vestía usando un liviano vestido de falda corta y unos pantalones de tela negra. Su única vanidad eran cinco anillos que llevaba en la mano derecha. Se veía en Romyna una princesa, es decir, su belleza, su porte, sus ojos, su sonrisa; en fin, toda ella parecía resaltar por sobre los demás. Ella era la única ciega a tal magia.
El silencio era una de las cosas que más le gustaba de los montes del oeste. Allá se sentía libre y ligera, como si de su cabeza se borraran todos los pensamientos malos y sólo quedaran los que la reconfortaban.
(Así es, el césped junto al arroyo. Y los peces y las rocas… este de verdad es un mundo muy lindo… aunque a veces haya que llorar)
(Llorar por la gente que uno más quiere)
Romyna estaba pensando todas estas cosas cuando de repente un muchacho apareció por detrás del roble:
- ¡FUSS!- exclamó el chico, con los brazos extendidos.
Romyna, sobresaltada, gritó y cayó de lado. Cuando reconoció a Tomás Akagua, se relajó y sonrió como una niña, con las mejillas todavía rojas:
- ¡Tom!
El muchacho se acercó riendo. Era de baja estatura, cabello negro y rostro redondo. No era guapo, pero sus profundos ojos verdes le llenaban el rostro de un tibio aire reconfortante. Además de eso, Tomás Akagua podría ser flacucho y enclenque, pero años de ayudar a su padre en la herrería le habían dado cierto aspecto varonil:
- ¿De nuevo te asusté?- preguntó Tom, riendo.
- Un… sólo un poco- le contestó Romyna.
Tom soltó una carcajada:
- Eso es porque estás todo el día allá arriba, en las nubes. ¡Hay que bajar una vez cada tanto!
Se sentó junto a su amiga:
- Cla… claro- contestó Romyna, y después reaccionó- ¡Pero si tú eres igual!
- ¡Bueno, bueno!, no vine para discutir- rió.
Sacó del bolsillo de su pantalón una cajita de madera, que estaba atada coquetamente con una cinta rosada:
- Vine a darte esto- dijo Tom- Feliz cumpleaños, Romyna.
- Oh, Tom…
- En media hora empiezan las clases en la Escuela y en el Convento, y tenía miedo de no encontrarte después. Siempre estás vagando por todos lados. Así que te lo doy ahora.
Le entregó la cajita, con la mano temblando casi imperceptiblemente. Sin embargo, Romyna sí lo notó. Ella tenía eso. Ella notaba las cosas. Estaba en su naturaleza, como fluir es la naturaleza de un río.
Desató con mucho cuidado la cinta y abrió la cajita. Adentro vio algo que hizo que sus ojos brillaran y una sonrisa francamente divina (mezcla de perplejidad y gusto) se dibujó en su rostro:
- Tom…
- Es una… cosa- dijo Tom- No sé bien cómo se llama. El buhonero me dijo que da suerte. Selpa… o algo así.
- Esto te tuvo que haber costado mucho…
Tom sonrió y se encogió de hombros otra vez. Pensó, en ese momento de nerviosismo, que revelar que gastó todos sus ahorros en el regalo sería demasiado vergonzoso, así que prefirió decir que no, que fue barato, una ganga, que el buhonero era viejo y no sabía regatear.
Romyna sacó de la cajita un colgante con cadenilla dorada. Este colgante tenía la forma de una gota de agua azul y brillante, y a los lados tenía como dos pequeñas alas doradas. Nada de todo eso era de oro, claro, y la piedra no era un zafiro (alguien como Tom jamás se podría haber permitido un lujo así), pero para Romyna ese hecho hacía mejor al regalo:
- Esto…
- Espera, mira el broche.
Romyna tomó el colgante del otro lado y entonces el corazón le dio un salto de emoción. En el broche estaba grabado un pictograma. Era una espiral atravesada diagonalmente por una flecha:
- O… Ofiuno- murmuró Romyna- ¿Cómo…?
- El buhonero era también un tallador- dijo Tom- Le pedí que grabara el símbolo de nuestra Estrella. No me cobró nada.
Otra mentira. Ciertamente, y para no faltar a la verdad, Tom había ido hasta los campos del señor Luna porque su esposa es una talladora experta. La mujer grabó el símbolo de la Estrella Natal de Tom y de Romyna en un solo día pero cobró como si le hubiera costado medio mes de esfuerzo. La verdad era que conseguir todo ese regalo le había llevado a Tom una semana entera de idas y venidas.
Cuando por fin lo tuvo en sus manos, después de mucho esfuerzo, se sintió nervioso como un niño pequeño. Pensó en regalar otra cosa, una esfera luminosa o un anillo de bronce, los regalos clásicos. Imaginó que Romyna había olvidado los cuentos que decían que ella y él compartían la misma estrella natal. Eran, después de todo, solamente cuentos, historias que uno escucha y olvida.
Sin embargo, se trataba de un evento no menor. Eran los quince años de Romyna y esa edad, según la tradición, era muy importante para una mujer. Supo que teniendo así las cosas, no habría oportunidad mejor para regalárselo:
- Tom, esto es… no sé qué decir…
- Un regalo, nada más- sonrió Tom- No sabía si grabar tu nombre o…
- No, Ofiuno es perfecto- dijo la chica- Es nuestra Estrella. Nunca me olvido que nosotros dos estamos atados.
- Según los cuentos.
- Tom…
La muchacha bajó la mirada a la cadena. Todas las luces del mundo parecían reflejarse en esa piedra rojiza.
Romyna sentía ganas de llorar y sus ojos se cubrieron de lágrimas. Pero logró soportar sus emociones. En vez de eso, sonrió y dejó que sólo algunas lágrimas se deslizaran por sus tersas mejillas. Eran de felicidad, pero también de miedo, porque esa tarde…:
- Tom… tengo que decirte una cosa.
No pudo ocultar, por mucho que lo deseó, su tono de preocupación:
- ¿Qué?- preguntó el muchacho.
Entonces, en ese momento, Romyna pensó que no importaba lo que la gente anduviese diciendo por ahí… los cuentos se le hicieron lejanos y estúpidos, como palabras sin sentido. Su amigo contradecía todo lo que ella creía, y se dijo a sí misma que todavía quedaba mucha magia en el mundo:
- Hoy cumplo quince años- dijo Romyna.
- Uno menos que yo- sonrió Tom.
- Sí, y en el Templo de la Luz piensan que…
Romyna bajó la mirada. En ese momento, una campana resonó por todo Aramis. En realidad, eran dos campanas: una fuerte y como de trueno, los campanazos de la escuela. La otra era más delicada y suave, como un viento, eran las campanas del Convento:
- ¡Voy tarde!- exclamó Tom.
Romyna estaba mirando todavía el colgante. Miró a Tom. Parte de la sonrisa de felicidad se acababa de esfumar, aunque su espíritu seguía allí. Romyna era de esas muchachas que simplemente no pueden tener mala cara, no importa lo que pasara, ella siempre parecía cálida como una tarde de primavera:
- ¿Me ayudas?
Le tendió el collar. Tom se acercó y se lo colocó, abrochando fuertemente el símbolo de Ofiuno. En el cuello de la muchacha, el colgante quedó como si hubiera sido diseñado para ella… era tan natural en su ser que rápidamente encontró su lugar en el pecho de la chica y pareció convertirse en parte de ella:
- ¿Qué ibas a decirme?- dijo Tom- Sobre el Templo y eso…
- Ah, oh… nada- contestó Romyna- Podemos hablar otro día.
- Bueno… ¡Me tengo que ir!, ¡voy tarde al colegio!
Tom empezó a bajar por la cuesta, rumbo al pueblo:
- ¡Tom!- llamó Romyna.
El chico giró. Viéndola desde más abajo, Tom pensó que era una princesa. Romyna causaba una extraña sensación en la gente que la veía. Esta sensación era difícil de explicar. Podía reconocerse en el césped claro y elástico, en una mariposa, en el movimiento del agua de un arroyo. Se podía sentir estando frente al océano o tras el paso de un cometa. Y ciertas estrellas en la cinta violeta de la noche retorcían el pecho de la misma manera:
- ¿Qué?- preguntó el muchacho- ¡Vas tarde al Convento!
- ¿Crees que estamos unidos por nuestra Estrella Natal?
Tom sonrió:
- No podemos saber eso- dijo- Nadie puede saberlo, por eso es un cuento. Pero… me gusta creer que sí.
Romyna asintió. Después el chico se marchó corriendo. No quiso preguntarle lo mismo.
Romyna volvió a mirar la flor amarilla que se mecía de un lado hacia el otro. Ahora una abeja volaba a su alrededor, como un planeta alrededor del sol.
(Yo sé que en este mundo… hay muchas cosas feas. Promesas rotas… sentimientos que no se pueden decir… personas que te hacen llorar… pero aún así… así y todo hay cosas…)
(Como la amistad)
Y como contestándole, el collar soltó destellos de sol.
|