Prólogo

El Arlequín llegó desde del este, a través de los traicioneros caminos del Bosque Ermitaño.
De pie, en la más alta de las colinas, observaba al pueblo como un gavilán hambriento. Desde esa distancia, Aramis no parecía otra cosa más que un puñado de casas, calles y edificios. Lo miró con tal fijeza que pareció que estaba examinando cada rincón, cada punto, cada esquina y cada casa
Por detrás del Arlequín apareció un hombre de enormes proporciones, musculoso, moreno y de casi dos metros de altura. Llevaba una cadena oxidada de gigantescos eslabones colgando del cuello, y muñequeras de metal opaco:
- Ya estamos aquí, ¿nos pagarás?- preguntó el bruto.
- Ustedes tendrán lo suyo- contestó el Arlequín- Y yo haré lo mío. Tal fue el trato.
- ¿Y las mujeres?
- Serán suyas, si así lo quieren.
El hombre sonrió, mostrando una hilera de dientes irregulares. Su risa afónica fue como la de un miserable perro famélico. Después se alejó cuesta abajo, caminando torpemente.
El Arlequín se quedó mirando la aldea:
- Tonto- murmuró- Cuando la Ventisca de la Oscuridad arrase el mundo, no va a haber fortuna que valga. Pronto va a haber llamas y gritos. Y pronto voy a cambiar el Bel.