Hace una semana que mi esposa y yo nos encontrabamos por esas caprichosidades del destino en el norte de mi país, lejos, bien lejos del lugar del cual me crié.
Era el último sábado de aquel eterno febrero.
La noche había caído encima y con ella el cansancio acumulado de una maratónica jornada de trabajo.
Y fue en el sueño más profundo cuando la tierra decidió ponerse en movimiento. Aquel leve remezón, para nosotros, paso casi inadvertido y no consiguió más que una breve interrupción en medio de la madrugda.
La fatiga pudo más.
Mientras tanto, en el sur, se abrían las carreteras, los vidrios se rompían, los cables se cortaban, las alarmas sonaban, el cielo se encendía, los muros caían, la gente se desconsolaba, el mar jugueteaba con su imponente oleaje y el eje de la tierra se cambiaba.
Las réplicas continuaban y la noche entera se desvelaba.
De vuelta en mis tierras no pude asimilar todavía la magnitud de la infinita naturaleza, la vorágine se desataba en su máxima expresión.
En el mar, en mi gente y en mi interior.
El miedo, el sufrimiento, la angustia y la impotencia se reflejaba en cada mirada que gritaba despavorida.
¿Quién sacudió a mi pueblo y lo azotó contra el suelo?
¿Quién permitió que el mar, hasta ese entonces, pacífico, se tragara los sueños de toda una vida?
Pero hay algo que ese indomable océano olvidó llevarse a las fauces de sus hambrientas profundidades.
La esperanza de mi gente.
Y esta, esta es la mayor réplica que un humano puede conocer.
Arrurú mi Pueblo.
Fuerza Chile
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