Lo eché de casa y durante años no supe nada de él. Le dejé sus cosas en el rellano, una pequeña maleta, una gran caja de cartón con libros, libretas, apuntes dispersos en una maraña de hojas sueltas y el portátil. José para bien o para mal siempre me sorprendió. Un tipo sin solución del que me preocupé, soy mujer, de sus estados de ánimos, de su futuro, salud y al que, no soy tonta, tuve que echar de casa por borracho. Trabajaba como profesora de italiano y me sacaba un dinero extra en una editorial evaluando narrativa. Creí en José. Mandó 15 relatos cortos, titulados Graduaciones. Hermosos cuentos sobre familias rotas que calurosamente recomendé. Rechazaron mi propuesta, conseguí el teléfono para llamarle y animarle, recuerdo que me respondió con una voz pastosa, hablaba con dificultad, me dio las gracias y me dijo que no me preocupara que ya llegaría el momento de publicar. Le pregunté si se encontraba bien y me respondió que claro, que nunca había estado mejor, colgó. Lo volví a llamar al instante para pedirle que me me mandara más cuentos. Recibí otros 15, titulados Otras Graduaciones, hermosos y sobre familias rotas también, que recomendé y de nuevo no interesaron a nadie. José, parece que la editorial no cree en Graduaciones, podemos intentarlo en otras. Ninguna parecía dispuesta a confiar en esos maravillosos cuentos. Y me cité con él. Se presentó sin afeitar, con los ojos achispados, gestos delicados, aniñado, bellísimo, me gustó y sentí que también le gusté. En aquél tiempo el trabajo en la academia me tenía un poco harta, por aquellos alumnos que no se esforzaban, gente que gasta un buen dinero para solamente asistir clase, como quien cambia de canal porque dan una de profesora italiana, nunca hacían los deberes y les importaba un pimiento pronunciar le consonanti doppie correctamente, por las estúpidas de las secretarias, siempre cambiando el horario sin consultármelo, pidiéndome de hacer sustituciones a última hora hasta por la mañana, cuando bien sabían que no doy clases temprano con la garganta fría, porque tengo las cuerdas vocales delicadas, se me rasgan a esas horas, además de no poder dar el máximo, más preocupada en no estropearlas que en hacerles entender la lección, y tampoco me olvido del gran hombre de negocios, el director de la academia, al que toda propuesta para mejorar la calidad y efectividad de los contenidos depende siempre y sólo del coste, especialista en batallar céntimos de las nóminas y pagarlas tarde. Durante las mañanas, mientras daba descanso a las cuerdas vocales, leía los textos que la editorial me mandaba. Cumplía con la necesidad que todos los escritores amateurs tenían de ser leídos, comprendidos, analizados, de que alguien empezara sus historias y las acabara. Porque con ese dinero extra llegaba cómoda a fin de mes ya que con el sueldo como profesora de italiano, idioma con poca demanda, me daba solo para la renta, la comida, salir un par de veces al cine, con cena incluida, y yo me quería divertir caray. Necesitaba ese dinero, porque tanta basura tragada de esos diletantes de medio pelo, tantas horas maldiciendo los altísimos porcentajes de alfabetización logrados por la sociedad del bienestar no se lo deseo a nadie. Y estaba a gusto los fines de semana en Barcelona, ciudad a la que me mudé con toda la ilusión que da iniciar un cambio y en la que me sentí cómoda desde el principio. Claro que después del tremendo giro a la derecha que estaba tomando el norte de país, España y Cataluña, eran un respiro, una manera más relajada de vivir, más libre. Me encantaban las sobremesas interminables de los sábados con los amigos, hablando y hablando de mil cosas, salir por la noche y bailar frenéticamente hasta el amanecer, levantarme tarde, comer tarde, luego ir a alguno de los innumerables eventos culturales, cenar de tapas y volver a casa exhausta para meterme a la cama y darle vueltas a la vida miserable que llevaba entre semana, para no llegar a la conclusión que la esperanza de mis primeros meses en España se había degradado. Pues claro que me enamoré de José, locamente, era diferente y especial. Después de presentarnos nos sentamos en la barra. Yo pedí cerveza, él un vodka con hielo, y unas olivas. Nos sonreímos. Me preguntó que de dónde era y le conté que era italiana, de un pueblo cerca de Verona, una cuidad a medio camino entre Milano y Venezia. Y seguí contándole que hacía más de un año que me había mudado a Barcelona, que me encantaba vivir en la cuidad, de mis pequeños problemas en la academia y mis aborrecibles mañanas evaluando textos para la editorial, que esperaba mejorar profesionalmente, no es que quisiera ganar más dinero, pero sì tener la sensación de haber echo algo útil, algo de más provecho pues a mi juicio era capaz de más. Mientras estuvo mirándome intensamente, vació el vaso de un largo trago y pidió otro vodka, al que dio otro largo trago en cuanto se lo sirvieron. No te preocupes mujer, todo sale, todo se arregla. Y asomó el niño que lleva dentro, el que le salvaba de la mierda del mundo, lleno de amor. A mí también me va a salvar, lo sentí. Con sólo una frase suya la ilusión volvió, renovada, multiplicada y qué bello era. Se tomó otro par de vodkas, sus frases filtraban una realidad inocente, de héroe que lucha por una tierra verde, un cielo sin lágrimas, por la paz interior, atento a mis respuestas. Sus comentarios eran inteligentes, sumábamos complicidades y en apenas un rato habíamos echado los cimientos de un mundo propio. Me acarició el pelo con la mano extendida y mi cuerpo se estremeció, exclamó que le encantaba mi melena, que le gustaba, mucho y me propuso de vivir juntos. Pidió otro vodka, le dije que sí. Y resopló, farfulló palabras incomprensibles y se desplomó en la barra. Come stai le repetía, y le acariciaba la cabeza de ángel dormido en la barra de un bar. Me preocupé por él y las olivas, le levanté la cabeza con cariño, le extraje una oliva de la oreja, lo limpié con una servilleta y lo acomodé. Y farfulló, esta vez a las claras, que no me preocupara, que estaba bien, que bella melena tenía, que un beso y que me cuidara. No me importó, ya estaba enamorada. A la semana se mudó a mi piso. Llegó por la mañana, sonriente y de muy buen humor, confiado, con sus gestos de artista y con una pequeña maleta, una gran caja de cartón con libros, libretas, apuntes dispersos en una maraña de hojas sueltas, el portátil y sin un céntimo. Tampoco me importó. Qué mas daba, él era puro, qué trivial el dinero. Disponía de los ahorros suficientes para mantenerlo mientras poníamos en orden las hojas sueltas y les sacábamos provecho. Él era todo un reto, al que debería dedicar gran parte de mis energías a cambio del inmenso amor que recibía y la satisfacción de compartir mi vida con un tipo bien especial que me hacía diferente a los demás. En cuestión de minutos se adaptó al apartamento, dejó la maleta en el dormitorio, la caja de cartón en la galería cubierta que transformó con ingenio en un estudio. Y olió el vodka. Abrió el armario justo donde guardaba la botella y luego el armario justo donde guardaba los vasos, y el hielo, no desperdició un movimiento. Me fascinó, todo un genio el José, quien me amaba con locura, me adoraba con detalles de buen gusto, constantes y sinceros. Era el principio, y sus anecdóticas borracheras pasaban a segundo plano. Algunos de mis amigos se mostraron recelosos por la gran cantidad de vodka que llegaba a beber y no entendían que nunca le importara qué había en la mesa cuando la cabeza caía a plomo encima. Veíamos películas, exposiciones, leíamos novelas, y después jugábamos a los críticos, en una hora teníamos que redactar 200 líneas para confrontar entre nosotros opiniones y argumentos, íbamos de aventura urbana sin saber dónde ni cuando terminaban, conociendo desconocidos para olvidar, nuevos bares, salíamos de excursión a la montaña y nos quedábamos horas en silencio mirando las estrellas y me llenaba de ternura con sus fantasías de que cuando se hiciera rico encargaría a la Nasa una nave espacial a medida para los dos para salir a pasear por el cosmos. Siempre con la sensación de estar con el hombre perfecto. Corregimos los 30 cuentos de graduaciones, los destilamos y les dimos nuevos puntos de vista a los que estábamos seguros no rechazarían. Lo hicieron. Decidí traducirlos al italiano, para darles otro enfoque y probar de publicarlos en mi país, porque él estaba ya desanimado, cansado de escribir. Se buscó un trabajo, en una fábrica, sencillo, en el que no tuviera que pensar, y con el que me ayudaría con los gastos de la casa. Empezó a cambiar de humor y aumentò la frecuencia de las borracheras. La atención que me dedicaba de golpe se alejaba, sentía que interiorizaba la frustración por no ser quien quería ser. Pasé un mes traduciendo Graduaciones. Me esmeré. Sabía que era importante para él, se estaba haciendo daño y yo que lo amaba con locura sufría profundamente, no podía fallarle, le quería ver feliz, me centré en José y en realizar la mejor traducción posible. Volvía de la fábrica cansado, me contaba historias bien divertidas de sus compañeros, que se reía un montón con ellos, pero yo le notaba desilusionado, aburrido y frustrado, una sombra de sí mismo. No le apetecía salir de casa los fines de semana, se quedaba viendo la tele, bebiendo y fumando. Hasta que desapareció durante tres días, así, sin más, en el trabajo no sabían nada, la angustia me comió viva. Y por fin, una madrugada sonó el interfono, farfullando dijo que había perdido las llaves. Entró en casa, por Dios, sucio, apestaba alcohol, sin un zapato y con la camiseta rota, cojeando, con la cara hinchada, llena de sangre, todavía con la expresión aniñada, esta vez no asomaba el niño que lo salvaba de la mierda del mundo, era el otro, el niño que lo hundía en ella y que por los pelos no me hundió a mi también. Le quité la ropa, lo lavé, curé y acosté en la cama. A mediodía se levantó cojeando todavía. José, llama a la fábrica y da señales de vida, y esto no me lo vuelvas a hacer nunca más, no me lo merezco. Por la noche, al volver de la academia, lo encontré durmiendo en el sofá, apestando a alcohol de nuevo. Hubiera tenido que echarlo de casa en ese momento, apartarlo de mi vida, pero sin saber todavía hoy porqué se convirtió en mi responsabilidad, sentí pena, una tremenda pena por aquél hombre con ese fondo maravilloso y que había dejado de quererse, de respetarse. Vacié todas las botellas de alcohol del apartamento, lo zarandeé violentamente, cayó al suelo y lo agarré del pelo con toda la fuerza hasta que despertó y le grité, ni una gota más. Todo esto estaba bien ordenado y clasificado, ya madurado en la memoria cuando la semana pasada vagando por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en Jalisco, di con Vidas Graduadas. Inmediatamente la cogí y sí, venía en el lomo su nombre, José Sauro. Se me aceleró el corazón y minimizó el rencor, el maldito lo había conseguido, tuve ganas de tenerlo cerca para abrazarlo, felicitarlo de corazón, charlar, saber que había sido de él, se me saltaron las lágrimas. Pregunté en el mostrador si se encontraba el autor en la feria, me dijeron que no, pero que el editor, tantito se desocupaba con unos señores regresaba y seguro tenía un momento para mí. Esperé, leí de nuevo su nombre en el lomo, y la contraportada, “La tierra ha sido invadida por unos alienígenas de forma humanoide, de color amarillento, con un fétido y maléfico aliento que hipnotiza a los hombres para convertirlos en sus esclavos. Los Vodkans. Seres con la misma ingeniería aeronáutica del Cromañón pero con una potente y modernísima industria alcoholera capaz de destilar minerales y abigarrados elementos químicos para elaborar un licor que les otorga unos poderes especiales, entre otros sobrevivir flotando en el cosmos de trago en trago. Llegaron al planeta tierra cogidos de las alas de una sonda de exploración del espacio enviada por la Nasa y el caos, el miedo, la indecisión reinaron hasta que Melena, una chica de pueblo italiana, se erige como jefa de la resistencia contra la plaga de los Vodkans. El amor, que es universal y no sabe de alientos, le va a jugar una mala pasada tensando el hilo del que depende la raza humana”. Era el stand de una pequeña editorial madrileña especializada en ciencia ficción. Se presentó el editor, nos dimos la mano y le expliqué quien era y le pregunté por José. Que contento se puso, me dijo, no sabes como lo quiero, lo adoro. Está en Madrid trabajando y escribiendo como un campeón. Pero como en Madrid. Sí, sí, deja que termine con un par de cosas, si te parece nos vemos para cenar y seguimos hablando. Le dije que lo esperaba en la taquería que se encontraba en la salida. Después de la historia con José volví a salir con los amigos los fines de semana, no con la misma intensidad de antes porque no estaba para fiestas y necesitaba estar sola para centrarme de nuevo, para recuperar la confianza que la lucha contra el alcoholismo me había quitado. Me subieron el sueldo en la academia y conseguí enseñar solo a los alumnos de nivel avanzado que venían más motivados a clase y estudiaban duro en casa. Le pedí a la editorial que no me mandara más textos, aborrecí la literatura amateur. El director de la academia me llamó personalmente al despacho para pedirme un favor especial porque un importante empresario quería hacer un curso intensivo de cuatro horas al día, por la mañana pero pagaba el triple. Era mejicano, de conversación agradable, modales de caballero, paciente y voluntarioso, amante del dinero. Carlos aprendió italiano con la pasmosa facilidad con la que se enamoró de mí, añadía que ambas eran fruto de su buen olfato para los negocios. Me contó que vino a Barcelona becado por la Universidad Panamericana de Guadalajara junto con la Universidad Polítecnica de Cataluña para desarrollar un proyecto de termómetros corporales en chips. Una pequeña tarjeta que se acoplaba a la sim del móvil y te tomaba constantemente la temperatura que se podía leer a través de la pantalla. El Carlímetro, que él mismo se encargaba de comercializar. A pesar de haber vivido en Barcelona por muchos años y que todavía siguiera con la costumbre de engominarse el pelo, me sedujo su determinación; a su manera, como José, también era especial, además pagaba siempre las cenas y vivía en un lujoso ático que me pidió de cuidar mientras viajaba por Italia. En la terraza de maravillosas vistas contemplaba las puestas y las salidas del sol en paz, también como con José, me sentía diferente. Volvió de Italia con jugosos contratos y me propuso matrimonio y trasladarnos a México. Me gustaba Guadalajara, gran cuidad con una estable oferta lúdica, que añadí con una casa de la cultura que mi marido apoyó y financió. Me rodeé de gente con ideas y logramos crear un espacio donde uno podía asistir a debates, conciertos, cine fórums, ofrecíamos cursos de arte, montábamos exposiciones y enseñábamos lenguas. Me dedicaba a tiempo completo como directora y mi vida y mi ser por fin congeniaron. Gracias a Carlos, y al Carlígrado que medía los grados de la temperatura del cuerpo constantemente. Y allí estaba, sentada en la taquería, esperando al editor, con una enorme michelada y José, que había vuelto del pasado, lo tenía en las manos, solté una sonrisa, se había enfrascado en una novela de ciencia ficción el tipo. Fantasioso lo era, desde luego, curiosa abrí la novela al azar. “En la gran cueva donde los últimos humanos organizaban la resistencia apareció Melena, iluminada con hogueras que proyectaban maleables sombras en las paredes irregulares, con su salvaje cabellera, sucia, apestaba al alcohol alienígena, sin un zapato y con la camiseta rota, cojeando, con la cara hinchada llena de sangre. La indignación se dejó sentir en la cueva. Se había enamorado de un vodkan y había abandonado la resistencia. Varios soldados la apuntaron con sus armas listos para disparar. Melena habló. He vuelto porque sé como acabar con la tiranía de los Vodkans y necesito vuestra ayuda. descubrí donde esconden la destilería y tengo un plan para destruirla. Y cómo sabemos que podemos creer en ti ahora, ya nos abandonaste una vez. Rabiosa declamó que si les parecía poco la paliza que le había propinado el guapo y apuesto pero desequilibrado vodkan. Nunca un humano me haría cosa semejante. Los Vodkans son perversos, egoístas y con un centro de gravedad que no es de este planeta, nuestro planeta tierra. Y gritó enfurecida, vamos borrar del mapa la destilería, ni una gota más”. El editor se sentó y ordenó otra michelada para él, unos tacos de seso, tripa y pastor para compartir. Un hombre campechano, cercano y alegre, el prototipo de gallego mexicano. Así que eres tú la italiana de la que siempre habla José, pues él está bien. Quedé con él el verano pasado en Madrid. No te lo vas a creer, lo conocí porque mi Carlígrado recién comprado a veces marcaba en la pantalla del móvil una temperatura de 12 grados, y yo bien vivo que estaba. Llamé al centro de atención al cliente, me respondió el mismo José que me preguntó si es que bebía con frecuencia vodka con hielo. Pues sí. Y me contó que era un defecto del chip que entre un cuerpo humano y el vodka tomaba la temperatura del vodka, pruebe de beberlo caliente y verá que suben los grados en la pantalla. Habrá salido al padre, le dije de broma, y me contestó que también a algunos de sus empleados. Y nos pusimos a charlar de esto y de lo otro, me contó que se había buscado trabajo en un call center en Madrid para alejarse de sus habituales paisajes alcohólicos, que ahora le daba a los porros, que eso ya era otra cosa. Me mandó Vidas Graduadas, me gustó y decidí visitarlo. Le vi muy moreno, con barba y con los ojos de quien pasa muchas horas delante del ordenador. Llegamos a un acuerdo enseguida, la verdad es que el dinero como sabes le importa bien poco al bueno y cándido de José, con publicar le bastaba. Fue cuando me habló de ti, persona a la que daba las gracias y a la que estaría eternamente agradecido por el tiempo pasados juntos, por estar todavía enredada en la memoria y el presente, que no sabía nada de ti, pero tenía la certeza de que eras feliz, con recordarte le bastaba. Le recomendé que te olvidara, que aprovechara otra novela en la que el olvido fuera el protagonista. Me dijo que se lo pensaría. Me dió el teléfono de José, nos levantamos y nos despedimos. En el camino de regreso a casa con el libro de José en el bolso, sus noticias y todo lo que dijo el editor acerca de que José no me había olvidado me daba vueltas la cabeza, alterada tuve que tranquilizarme pensando que Carlos es abstemio y llamando a la masajista, que viniera a verme para que después de unas buenas piscinas en el jardín me diera uno completo. Carlos estaba de viaje, cené sola y luego llamé a José aún sabiendo que podía emocionarlo sobremanera. Nadie respondió, durante toda la semana. Hasta que al final se me ocurrió esta mañana llamarlo al call center. Busqué en el embalaje de unos de los Carlígrados el teléfono de asistencia al cliente. Hola, como estás. Y qué contento se puso, me preguntó como estaba, y hablamos y nos pusimos al corriente de nuestras vidas. Le felicité porque ya no bebía y me cortó preguntándome dónde quería volver a empezar nuestra relación. Cómo. No leíste el epílogo de Vidas Graduadas verdad, léelo y vuélveme a llamar. No había terminado la novela porqué me pareció burda, superficial y en ningún momento la historia me envolvió. Cierto que deliberadamente relataba sucesos de nuestra relación, pero torpemente y con un ridículo rencor. No leí el epílogo, ni lo voy a leer. José es agua pasada y le deseo lo mejor. Mientras llamaba a Carlos para saber a que hora volvía, me encanta ir a recogerle al aeropuerto, vi que mi temperatura marcaba los justos 37 grados.
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