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El cerezo.
Se respiraba el dulce aroma del chocolate caliente. El abuelo apagó
la radio y deslizó nuevamente la pipa entre sus labios. Yo miraba
extasiado cada movimiento, me gustaba disfrutar de los días de
otoño en aquella finca alejada del ruido. El reloj anunció
las siete de la tarde, la mejor hora para mí. Me acerqué a la
silla que ocupaba mi abuelo y me senté en el suelo, junto a sus
pies: era el momento del cuento. Las historias, por sencillas que fuesen,
se tornaban fantásticas narradas por su ajada voz. Mi favorita era
aquella que hablaba del árbol del jardín.
“¿Ves ese árbol? Es un cerezo. Hace mucho tiempo, una pareja
de enamorados llegó a este lugar. Les gustó tanto que
decidieron que formarían aquí su hogar. Ella era una chica
muy hermosa y risueña, y él, un joven trabajador que la amaba
con toda su alma. A la muchacha le gustaban mucho los árboles, y el
chico quiso regalarle uno, así que plantó un incipiente
cerezo con sus propias manos. Los días pasaron lentamente, y el
arbolito no conseguía brotar. Se acercaban jornadas de mucho
frío, y temían que no sobreviviera a la crudeza del invierno.
Una tarde, trabajando en el jardín, el joven se lastimó con
las herramientas, haciéndose un corte en la mano. Su mujer
corrió a ayudarle, y cuando vio la herida, una cristalina
lágrima se le escapó, cayendo sobre el pequeño
árbol, junto con una gota de sangre de su marido. El árbol
comenzó a brotar, y aquella primavera pudieron deleitarse son su
belleza: su tronco del color de la sangre y las delicadas flores blancas
que asemejan lágrimas lo convertían en un homenaje a su
amor.”
Mientras me relataba el cuento, se acariciaba la pequeña cicatriz
de la mano y mi abuela le miraba, sonriente, desde el umbral de la puerta.
A medida que pasaba el tiempo y yo me hacía mayor, las visitas
familiares se fueron espaciando, pero seguía acudiendo a casa de mis
abuelos cuando tenía la ocasión. Una tarde, cuando atravesaba
la finca, me dí cuenta de que algo no era igual. El viejo cerezo se
mostraba marchito, sus colores vivos parecían desteñir.
Dentro de mí sabía que algo no iba bien. En la casa, mi
abuelo velaba junto a la cama en la que su mujer yacía enferma. Los
médicos dijeron que estaba demasiado mayor como para someterla a un
tratamiento lo suficientemente eficaz, que la edad era un factor en contra.
Retrasé mi vuelta a la ciudad por unos días en los que me
dediqué a cuidar de mi abuela, y no me fui hasta que su salud
mejoró.
Dos semanas más tarde me encontraba nuevamente en el portón
del jardín, con el rostro ensombrecido y vestiduras de luto,
acudiendo a su velatorio. Mi corazón se rompía observando a
mi abuelo llorar junto al viejo cerezo, haciendo desesperados intentos por
enderezar lo que ahora no era más que un árbol caído.
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