HACIA EL ATARDECER LLEGARON LOS ALISIOS
Por Nadim Marmolejo Sevilla
Afuera, el sol abrasaba y reverberaba en las terrazas. Se oía a lo lejos el gemido del mar al romperse contra los arrecifes tutelares, interrumpido a veces por el rugido de las motos que cruzaban frente a la casa. Los dátiles maduros de las palmeras circundantes caían de modo intermitente en los techos de zinc del vecindario. Adentro, tras salir de la ducha, el abogado Peterson, sin haber aplacado el calor que lo estaba enloqueciendo, oyó en la radio la noticia acerca de la muerte del concejal Ben Seller.
Se quedó por completo demudado, quieto, como presa de un indecible horror, pero se sobrepuso al momento. Aspiró lentamente todo el aire estancado en el recinto y lo botó de una vez. Se apresuró a vestirse, con la misma camisa de flores tropicales, el jean descolorido, y los zapatos de charol negros de esta mañana. Y cuando estuvo listo golpeó con fuerza la palma de su mano izquierda con el puño de la derecha, en una tardía reacción a causa de la tragedia.
—Malhaya sea —rezongó a continuación.
No lo había vuelto a oír mencionar en la radio desde que saliera de la cárcel, hace seis meses, a la que fue a parar por asociarse con los paramilitares para hacerse elegir. Por lo que había llegado a creer que se escondía de los periodistas para no dar razón de su paradero y evitar que él lo encontrara para matarlo, conforme a la promesa que le había hecho luego de oírlo declarar a los reporteros, al término del juicio que ameritó su falta, que la mala defensa que él hizo de su caso era la que lo llevaba a presidio y no su fechoría. “Es un abogado de pacotilla, un rufián, recuerda rápidamente Peterson, por enésima vez, que fueron las palabras que más lo hirieron de las que Ben Seller dijo sobre él a los periodistas esa vez.
Después sonrió complacido de saber que nunca logró ocultarse de su vista, si así lo pretendía con su desaparición de la radio, ya que a diario lo seguía a corta distancia adonde quiera que fuera, sin que se diera cuenta, tratando de hallar el momento apropiado para dispararle. Solo que ningún instante había llegado a parecerle propicio hasta entonces, influido por la duda inesperada e indócil que siempre se entrometía entre el dedo y el gatillo.
Movido por un súbito deseo de verlo con sus propios ojos salió volando. Dejó la radio encendida. En el barrio reinaba una rara soledad que le hizo suponer peligros imprecisos. Por eso, contrario a su rutina de esperar el autobús en la esquina optó por detener un taxi, con la doble intención de alejarse de allí de una manera más rápida y estar primero en el lugar del acontecimiento que la multitud que normalmente convoca la muerte. Por ello no se fijó en el sereno azul del cielo, ni en las puertas abiertas de las casas vecinas. En cambio no le quitó los ojos de encima al velocímetro del carro, intranquilo por el vaivén de la aguja debido a las continuas desaceleraciones ocasionadas por el tráfico pesado de aquella hora.
Al mismo tiempo iba pensando que el fallecimiento inesperado de Ben Seller era un viento funesto que cambiaba por completo las cosas. Un giro del destino que venía a poner en evidencia su falta de agallas para cumplir sus amenazas. Una jugada que empeoraba su reputación puesto que todo el mundo estaba esperando que lo matara él y no la muerte. Pero sobre todo un golpe certero a su hombría. No poder ya restablecer por mano propia la dignidad maltratada, ponía en serios aprietos la credibilidad que tan duro le había costado levantar durante estos años.
Por tal motivo renegó de la muerte por habérsele adelantado y truncado la posibilidad de su venganza. Aunque en el fondo sabía perfectamente que fue el terror congénito al dedo acusador de Dios, al aborrecimiento de quienes más lo amaban, al juicio inculpador de sus paisanos, al banquillo de los acusados en el que lo sentarían como cualquier rufián aunque su causa fuera moralmente fundada, al poder de enloquecimiento que poseen las celdas de las cárceles, al espanto de que Ben se incorporara de la tumba a pedirle cuentas, el que lo retuvo todas las veces que intentó consumar el desquite y no el azar, según lo corroborarían, si alguien se los preguntara, los visitantes del bar de la playa adonde iba a emborracharse tras cada fracaso para no contaminar al resto del mundo con la peste de su pusilanimidad.
—No hay prueba más humillante para un hombre que la traición de sus propios güevos —le habían dicho precisamente ayer.
A lo que él apuntó:
—Se aprende demasiado tarde que lo mejor es no emberracarse por nada.
Al término de cavilar deseó ser un avestruz para enterrar la cabeza y no verle la cara a la gente cuando lo vieran por la calle con su orgullo maltrecho, y no tener que aceptar que todo se debió a la ausencia de cojones y no a la mala leche que lo persigue como deliberadamente lo ha dado a entender hasta hoy. Empezó a sentir que le dolía más ahora que antes la desventura de haber sido ridiculizado en público por Ben Seller. Se arrepintió de haber corrido a defenderlo de los códigos judiciales, sin tomarse el tiempo necesario que exige la prudencia para vislumbrar la inevitable derrota en los tribunales.
Se le arrugó la cara de la vergüenza al recordar cuán extravagante e inútil resultó atiborrar las paredes de la ínsula de carteles, a los que nadie puso atención, resaltando su condición de hombre honrado. Y al volver los ojos hacia el conductor, que lo miraba a menudo a través del espejo retrovisor intrigado por los gestos raros que hacía a causa de lo que iba pensando, adoptó una actitud de alerta pues sospechó que no demoraría en mofarse de él y no estaba dispuesto a dejarlo jugar con lo poco que le quedaba de decoro. Solo que el taxista no abrió la boca para nada durante todo el trayecto y el viaje se le hizo de lo más tranquilo. Pero al cabo de abandonar el vehículo, el chófer asomó la cabeza y le gritó:
—Perro que mucho ladra no muerde, verdad Peterson.
El volteó a mirar rápidamente y lo vio muerto de la risa. Se agachó entonces para coger una piedra, pero no halló ninguna mientras el carro volvía a la avenida.
En la portería del Instituto de Medicina Legal, averiguó por el finado y le indicaron que ya estaba en la sala de anatomía.
—¿Puedo pasar? —indagó. Quiero dar el pésame a los deudos.
—No, doctor —le dijeron —allá no hay nadie. Ningún pariente quiso quedarse acá.
Y haciendo gala de su generosa labia de loro parlanchín, convenció a los guardias que de todas formas le permitieran ir hasta la morgue. Se internó en aquellas instalaciones sombrías con la prisa de un perseguido. Los ventanales de vidrio dejaban ver la inmensidad del verde mar circundante, el vuelo de los pelícanos a la caza del bocado del día, y la mortandad de algas sobre la inquieta superficie marina. En uno de los pasillos, se topó con un par de señoras que hacían el aseo del lugar. Quiso poseer la mágica capacidad de cambiar de naturaleza que poseen los magos de los cuentos antiguos para evadirlas, pero reconoció que era algo imposible y se aprestó a sortear lo que fuera.
—Ya no tiene que vengarse, doctor —ironizó la que estaba de primero.
—Es la vida la que nos sorprende no la muerte, abogado —intervino la que estaba detrás, siendo más comprensiva.
—Ajá —asintió él, sin ponerle cuidado, y no dijo más. Sólo se ocupó de no permitir que notaran en su rostro la debacle que significaba el que ahora lo consideraran un simple can bullicioso con dientes de caucho. Y antes de que alguien más se enterara de su presencia y pusiera en riesgo su impensada e inexplicable visita a aquel lugar, salió disparado como un venablo.
Pronto halló la puerta que buscaba. E inesperada pero afortunadamente la encontró sin cerrojo. La abrió con sigilo, con la precaución de un ladrón, y se introdujo en aquel lúgubre mundo envuelto en un olor profundo a formol, al que nunca antes se atrevió a pisar debido a su perniciosa impotencia. Llegó hasta la mesa de disección. Sobre ella, y debajo de una sábana blanca que se escurría hasta el piso, estaba el cadáver de Ben Seller. Sin explicarse bien qué carajo hacía ahí, pues no había tenido tiempo de pensar al respecto, cogió el extremo de la funda que le cubría la cara y la alzó. Al verlo sintió unas ganas enormes de estrangularlo, como algunas veces soñó que lo hacía luego de encontrárselo solo en una calle oscura y solitaria a cambio de la bala que le quería meter por la sien, pero se abstuvo. A cambio se llevó las manos a su cintura. Al instante se fijó en su fisonomía.
Ben Seller tenía los ojos cerrados como dos puertas trancadas por dentro, una sonrisa ciega e indiferente que levemente fruncía sus mejillas tiesas como si no hubiera luchado contra la inminencia del suspiro final, y presentaba una extraña lividez azulosa que era más visible en la amplia frente donde pronunciados surcos se abrían camino, como los de una tierra labrada.
—Por qué no esperaste a que yo te matara, carajo —dijo, y sollozó de rabia. Pero pronto volvió a la calma.
Acto seguido se lo figuró vivo, sonriente, y le pareció ver que movía sus labios y oía decirle:
—Te dije que no te atreverías a matarme nunca porque eres un cobarde —con toda la naturalidad con la que acostumbraba decir sus cosas, sin importar cuánta carga de insolencia contuvieran sus palabras.
—Eres un hijo de puta —gritó, a la sazón, y precipitosamente extendió la mano para coger el primer instrumento con el que diera de los que estaban en la mesa, y al tenerlo lo puso encima del cráneo de Ben Seller.
Su mano derecha, con la cual sostenía la segueta, temblaba a medida que serraba la dura superficie ósea, mientras con la otra le asía el cuero cabelludo con una fortaleza digna de un elefante. Después observó la sesera que se regó en la superficie del mesón y la arrojó al piso de un sacudón, totalmente fuera de control.
—Ahora ya no me debes nada — dijo, clavados en el cadáver sus fieros ojos negros. Y se sacudió las manos, como si se las hubiera ensuciado de algún polvo maligno y no de sangre.
Al alcanzar de nuevo la calle, con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el abogado Peterson vuelve la vista como si temiera que el difunto le siguiera, luego mira hacia los lados, pero no ve nada ni a nadie, y dibuja una sutil sonrisa de la que ninguno se percata. Como la que esgrimen las personas que creen que por fin han hecho lo que tenían que hacer en la vida, sin reparar en su inutilidad. Ya era el atardecer y habían llegado los Alisios. Y con esas brisas suaves tomó rumbo hacia el paradero de buses, arrastrando más de lo normal su pierna poliomielítica.
FIN
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