El hombre vive irremediablemente entre lo que tiene y lo que quiere o desea, esto origina su trágica angustia y su sentimiento de absurdidad de la vida. Porque se quiere más de lo que se tiene y lo que se tiene es una ridícula relatividad. Posee relativamente su vida. Siendo “dueño” de su vida tiene que someterse a las exigencias que la naturaleza le ha impuesto para poderla sostener y, llegado el momento, eso que es lo único de lo que dispone, ha de fugársele.
Aquello que quiere o desea, si llega a conseguirlo, sólo ha de ser suyo momentáneamente puesto que, para que le pertenezca realmente, tendría que poseerlo eternamente, como adhiriéndolo a él mismo, disponiendo de ello a su antojo. Como el alma, pero el alma es un sueño y este sueño deseo, deseo de certeza “homocéntrica”.
Lo que es parte de mí es lo único que es mío y si lo tengo es porque me adjudico la propiedad de tal cosa, pero la vulnerabilidad de la posesión hace que en cualquier momento lo mío falle o actúe en contra de mi designio y voluntad ó, que pase a ser de alguien más, entonces lo que tengo solo lo tengo relativamente. Tengo mis recuerdos y experiencias, pero también el titubeo de la memoria entre lo real e imaginario y la crueldad del olvido. Hay cosas que se quieren olvidar y el olvido se nos niega, otras que quisiéramos recordar y no conseguimos recordarlas. Queremos a la mujer que no tenemos y si está con nosotros, si la hemos conquistado, su libertad es un obstáculo infranqueable para poseerla totalmente, que sería la única forma de llamarla nuestra, anulando su voluntad y libertad.
Descubrir esta injusticia entre el querer y el tener desespera. Los auténticos suicidas son aquéllos que han descubierto este conflicto, por ello se hacen de su propia muerte cuando mejor lo disponen.
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