Carente del más mínimo aliento humano, sujeto a la la inquietante soledad y la invalidez del destino incierto, el caminante fija por unos instantes la mirada sobre el largo camino polvoriento que se abre ante sí y se pierde, serpenteando entre un oleaje de lomas grisáceas, hasta donde la vista no puede alcanzar. Las huellas profundas y resecas de ruedas pesadas lo ha vuelto intransitable.
El sol cae a plomo sobre la vastedad de aquel paisaje yermo.
No hay indicios de vida excepto algún escorpión presuroso abombado por la canícula y el vuelo retozón de los buitres, recortados sobre el cielo brumoso como hojas movidas por los caprichos de un tiempo tormentoso. Es conciente que le siguen los pasos con atención.
En esas latitudes la tierra es eternidad y la voluntad no puede ser otra cosa que vitalidad para sobrevivir. Ha dejado atrás otra escala de tormentos que le deparó el destino. Aprovechará el poco tiempo que le queda a su modo, y si es cierto que al cabo de la vida hemos de volver al polvo se encomendará a la naturaleza para no acarrearle preocupaciones a nadie.
Se ha propuesto someter su escasa sobrevida al desamparo de las montañas, el sonido estremecedor del rayo solitario y a la lucha despareja contra la voracidad inclemente del desierto.
Opta por hacer una pausa y sentarse a la sombra de un montículo de árboles enanos, cuyas espinas amenazantes le advierten que esa tierra es tierra de penitencia. Una tierra para morir.
Se enjuga la frente con el dorso de la mano. Saca del bolsillo una pequeña armónica y se la lleva a los labios. Por unos instantes recuerda con cariño a la amable señora que lo invitó a pasar unos días en una de esas propiedades perdidas en el llano. Lo trató con mucha deferencia pero el instinto pudo más y abandonó el humilde caserío. Anhelaba enterrar los pies cuanto antes en la arena barrida por la espuma; adormilarse blandamente con el rumor sombrío del río…Ver por última vez el lechoso resplandor del alba desprovisto del concierto de ruidos y alaridos sombríos.
Bebió nostalgioso un trago largo de la cantimplora reanudando la marcha con la armónica entre los labios.
A la vuelta de un recodo vio venir hacia sí una figura diminuta, de paso seguro y firme con un fardo sobre la cabeza. Avivó el propio.
- Buenas tardes señorita.
- Buenas tardes señor… ¿En qué puedo servirlo?
Baja de estatura, lucía joven y esbelta. De rostro aindiado, pómulos profundos y afilados, imprimía a sus gestos el carácter fuerte y decidido de aquél que armoniza estoicidad con resistencia. Lo miró turbiamente con sus ojos infantiles y adormilados. Un pañuelo atado sobre la nuca le sujetaba el pelo. Cubría su cuerpo hasta los tobillos con un grueso faldón de hilos multicolores y un chaleco de cuero, semiabierto en el pecho, por donde asomaba un desproporcionado crucifijo de madera. Depositó la carga en el piso. No llevaba calzado.
Lo envolvió una sensación de inmenso respeto por esa mujer.
- No…en realidad me pareció apropiado saludarla por cortesía y visto que por toda esta extensión no se ve un alma… en fin, que necesito alguna referencia para continuar mi camino hacia el mar. ¿Usted podría informarme si por esta ruta llegaré a él?
- De nueve caminos en la tierra sólo uno da siempre al mar, pero depende. Este lleva a las minas, ahí se bifurca y se pierde entre los árboles y alimañas de la sierra. Si es de su agrado continuar le recomiendo precaverse de agua en abundancia pues le quedan muchos kilómetros por recorrer y aún así deberá sortear el desierto que es inclemente con los hijos de la pena. Por detrás de la próxima colina usted verá el contorno de un enorme cráter que deberá sortear. No hace mucho ahí se explotaba una gran mina de estaño. Un descuido hizo estallar el parque de dinamita. Murieron muchos hombres reventados o aplastados por las piedras. Debe saber usted que por aquí el diablo tiene su guarida. Es muy perverso ¿sabe usted? Por las noches convierte los ríos en salitre y prepara agujas calientes para clavarlas en la frente de los condenados. Cuídese usted del diablo cuando le cueste conciliar el sueño.
- Pero… ¿usted viene de allí?
- No, vengo de llevar comida y alguna ropa para que no anden sucios por ahí; por donde deben andar mis tres hermanos, mi marido y el mayor de mis hijos… todos muertos en la catástrofe. El cementerio queda medio kilómetro antes de ese lugar maldito. Es inconfundible porque parece una ballena blanca en medio de un mar de desgracia.
Detuvo la plática y cruzó los brazos.
- ¿Le puedo hacer un pedido?
- Por supuesto…
- Si va a continuar por este camino, como le dije encontrará el cementerio. Los sepultos de mi familia están prácticamente al entrar: Una cruz dice “Emeterio de Dios Contreras”. Ahí está mi esposo y a su alrededor el resto. Le ruego les toque alguna cosita con ese pequeño instrumento que tiene usted a mano. Creo que están cansados de mis letanías y expensas, eso creo. Cansados digo sí, de tanto pedirles que le rueguen al buen Dios me lleve con ellos de una buena vez, pues sabrá usted que yo no vivo aunque así lo parezca. Usted tiene ante sí una pobre mujer que come y llora pero que está muerta. ¿Y para qué sirve en este mundo una persona muerta codeándose entre los vivos? Dígame usted señor: ¿Para qué sirve? ¿Qué está esperando Dios para llevarla con sus amados? ¿Acaso está esperando que ponga fin a sus días colgada de un árbol? Me parece que con esa actitud mi buen Dios no demuestra ser un buen cristiano ¿No le parece?
- Si, claro…Bueno, haré lo posible, se lo prometo.
- Bien, pues que tenga usted un buen día y le recomiendo hacerse una pequeña cruz con un par de palos.
La mujer se encasquetó nuevamente el atado sobre la cabeza y en tanto se alejaba elevó un brazo y agitó la mano.
LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
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