José se había levantado junto con las gallinas. Era sábado y había que aprovechar bien el día, puesto que aun era invierno y los días eran muy cortos.
Lo primero que tenía que hacer era tomar su jarrón de leche; que ya humeaba sobre la pequeña mesa.
La Chave le había preparado una paila con huevos revueltos. –Tienes que alimentarte bien, mi niño- le decía con cariño; -No ve que está creciendo como condena’o- Y José tímidamente le regalaba una sonrisa.
¡José!… ¡José!… ¡Apúrate!… -Le gritaba su padre desde el patio- ¡Apúrate!… ¡y trae las coyundas y el yugo!... Entre tanto alboroto y griterío terminó su desayuno.
Los bueyes -Que se los había prestado por el día su tío don Raimundo- comían las últimas hebras de pasto seco que les había tirado el anciano... y los animales parecía que sabían que les esperaba un día de forzoso trabajo, que debían alimentarse.
El niño con la picana en mano, le silbaba a los bueyes para que apuraran el paso, y el padre tarareando quizá que ranchera iba alegrando el camino zangoloteándose sobre la vieja carreta y el Diablo ladrando a lo que sea, sin dejar de mover su cola juguetona.
Cada vuelta que daban las ruedas de madera chirriaban con espanto, interrumpiendo la gran serenidad de aquel camino campestre.
Había que subir por un caminito de tierra, y dar la vuelta por detrás del monte, hasta llegar donde estaba don Pancho Rivera, que era el único que había aceptado sembrar papas a medias, y es que ahora ya faltaban en casa, y era momento de ir a buscar los sacos.
Los bueyes eran enormes, uno lo llamaban el Tordo por lo negro y el otro era el Barrabás, por que le gustaba dar patadas y había que acercarse con cuidado sin molestarlo y era muy traicionero.
Ya de vuelta y con la carga lista, emprendieron la bajada. Ya era tarde, y unos fuertes truenos y relámpagos hicieron apurar el tranco. El suelo estaba resbaladizo, las grandes gotas de lluvia hacían saltar el barro.
José y su padre iban guiando los bueyes, y el Diablo con el barro hasta las costillas ladraba y ladraba a la pareja de animales, y el Travieso en un arrebato inexplicable levantando su pata trasera que estaba enterrada hasta las corvas golpeo al perro dejándolo a merced de la pesada rueda de la vieja carreta.
¡No te dije que lo dejaras amarrado al quiltro!... -Le refutó mas encima el padre-
Sumido en la tristeza, fue a enterrar al Diablo, su compañero fiel, su mejor amigo, dejándolo bajo los pies del viejo roble en aquel lugar donde hacía ocho años atrás lo había encontrado recién nacido y tiritando de frío.
|