Cuando abrí los ojos, no sólo todas las luces se encontraban apagadas sino que el cielo también lo estaba, lo estaban los sonidos sigilosos dentro de la habitación e incluso los de las lóbregas calles, alguna parte de mi vida también se encontraba a oscuras. Todo estaba muerto o talvez durmiendo; pero algo en mi interior decía que todo había muerto, quizás lo decía aquella porción dentro de mí que así se encontraba. Es que cuando la parte de uno, o su totalidad, muere, cree llevarse consigo al resto de lo vivo, aunque a muchos les parece ilógico o una mera falacia, considero que así lo es; es que cuando uno muere se lleva consigo el cielo estrellado o nebuloso (apaga con uno los cielos); se lleva el sol y todos sus días; se lleva el canto del amanecer y el atardecer en sus silencios tan particulares; transporta consigo la risa tenebrosa de algún niño en alguna plaza; arrastra a su muerte los crepúsculos del día y la noche; carga sobre su trance sus memorias y sus olvidos; siendo lo único que deja a disposición de los no vivos que soportaron el recuerdo, su piel, carne y huesos temporalmente. Aquel muerto sabe que aquella noche no volverá; que ya no amanecerá; que aquella risa del niño cesará inaudible por siempre y que aquellas memorias no las recordará jamás. Aquel que muere se lleva consigo todo lo demás. Y yo me sentía muerto
Todo a mi alrededor era nulo. El resto de las cosas invisiblemente negras ya no correspondían a la vida; no tenía sentido despertar, mucho menos seguir durmiendo; no había sol ni luna en la ventana, siquiera ventana; mi mente pensaba sin tener qué pensar; mis pulmones respiraban sabiendo que no había oxigeno en las afueras; mis manos querían tocar para comprobarlo pero no había ya objetos para ser tocados, el viento también había muerto; mis piernas buscaban moverse para salir, pero no se movían ya que era en vano intentarlo, no había donde ir. Sentía como un inmenso techo negro caía sobre mi cabeza, la tranquilidad llegó al recordar que ya no quedaban techos, y mucho menos cabezas, el vacío era infinito; un dolor punzante atravesaba mis piernas, como si clavos de trescientas puntas se enterraran en ellas, pero ya no existían mis piernas y el dolor ya dejaría de existir también; el olor ya no olía, sin saber si el olor ya se encontraba extinto o si mi olfato ya no respondía, no me importó, porque si alguno de los dos existiera, sin el otro sería inútil; logré escuchar que no escuchaba, escuchaba el silencio, escuchaba la carencia de sonidos, a aquellos gritos mudos de la nada al romperse, pero luego entendí que el silencio no se escucha, sólo se percibe y aquí ya no había nada que percibir; mi boca se encontraba seca y áspera, por advertí que no entendía si mis líquidos se estaban secando o aún no se habían fabricado. Comencé a dudar, no lograba ubicar si sucedía mi nacimiento o mi muerte, si todo nacía o estaba a punto de morir, si recién comenzaba a pensar o me encontraba agonizando, no lograba acertar si mis palabras (o el pensamiento adjunto a su mudez) sabían a la suplica ante la muerte o si componían al quejido de un niño. Luego comprendí que no valía de nada dudar ya que no existía nada de que dudar, y si existiera, podría dormir tranquilo porque mañana despertaría.
Cerré los ojos sin saber si estaba viviendo o muriendo, ya tampoco importaba porque si viviera todo volvería a existir y si muriera dormiría plácido eternamente.
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