" y ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana
se queda temblequeando contra el cielo que la triza
en mil brìos apagados.
Va creciendo y se tambalea, va a caer y no se cae
está prendida con todas las uñas, no quiere caerse (...)
pero se suicidan, se entregan enseguida.
Rotan en el marco y ahì mismo se tiran.
Me parece ver la vibraciòn del salto, sus piernitas desprendiéndose
y el grito que las emborracha en esa nada de caer y aniquilarse.
Tristes gotas, redondas e inocentes gotas...adios gotas, adios" Julio Cortázar Aplastamiento de las gotas"
Cada vez que muere alguien, llueve. Llueve copiosamente, se raja la membrana del cielo y llueve como si cayera una catarata de lágrimas sobre la faz de la tierra para humedecer el alma, hacerla tartamudear con sollozos agudos que salen de esa jaula hermética al compás del viento de una música.
La música captura los sentidos hasta hundirnos en las palabras, inundarnos en sus fangos, encarcelarnos en sus laberintos, mecernos en sus remolinos existencialistas sin salidas a superficies inamovibles.
Soy niño y miro detrás de un vidrio empañado del cuarto millones de gotas empapando el mundo: se rebalsa el asfalto, se tuercen paraguas, se marchitan las flores, se esconden los pájaros, se cierran los postigos y sólo canta la lluvia con su voz omnipotente. Interminablemente protagónica. Infinitamente emperadora de una tarde que quiere prestarse a ser gris para siempre.
Allí los teléfonos se vuelven mudos. Apagan su sonoridad estruendosa para enfrascarnos en una pieza con candados bajo una luz mortecina que dibuja contornos sobre la pared descascarada donde se cuelan recuerdos en forma de fantasmas negros, turbios, esotéricos.
Ahí está la lluvia detrás de un cristal transpirado, ahí está el mundo inundado y vacío. Ahí estoy yo, impávido e inmóvil, mirando la ventana, registrando el diluvio con la mirada carcomida de impotencia porque el exterior se me presenta irrevocable. Incapaz de ser transformado.
El tiempo mantiene su curso lineal y yo lo navego lentamente con un diminuto barco de papel que resiste el cauce de las alcantarillas. Se topa con la corriente, con las piedras, con los surcos y sigue un viaje tumultuoso de destino incierto.
En eso aparece la noche y un pájaro negro de ojos rojos se yergue sobre la luz de mercurio de la calle. La música se paraliza en tres mismos acordes, el niño que ya no es niño, ve perderse al diminuto barco de papel en el agujero de las bocas de tormenta, mientras el pájaro negro de ojos rojos mira la ventana desde lo alto lanzando con desdén una certeza macabra que reza: cada vez que llueve, alguien muere. Desaparece para siempre.
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