Siempre he sentido una rara fascinación por los pies femeninos. Al contemplarlos imagino que llevan en ellos la revelación de algún profundo secreto escondido en el alma de la mujer. Por eso adoro el verano: todos esos bellos pies calzados con hermosas sandalias desfilando de aquí para allá. ¡Hermosura, hermosura! Los hombres vulgares, en su lujuria, suelen verles solo el culo o los pechos a las féminas. Pero yo no. Yo miro los pies. Reconocer unos pies hermosos y detrás de ellos el alma de la mujer requiere inteligencia y buen gusto. A veces también se observan horribles ejemplares y creo que de ellos hay mayor número.
Existen, por ejemplo, los pies que en cada dedo llevan un horrible cayo, como si estuvieran jorobados; estos pies pertenecen a las mujeres superficiales, frías y pésimas en el sexo, que usan zapatos apretados y asfixiantes con tal de satisfacer su vanidad. Hay las de los dedos disparejos, como zigzagueantes; de estas mujeres pienso que o son idiotas o son unas auténticas putas. Las de pies enormes o con vellos son las que sudan en exceso, las machorras, hippies con aires de intelectuales, en fin, cerdas poco femeninas. No hay nada como unos hermosos pies pequeños, simétricos, suaves y de un color níveo; son los pies de una mujer tierna, sensual, fiel, capaz de amar y ser amada en cuerpo y alma. Esta es la razón de que mi poema favorito sea el que Benedetti titulara “pies hermosos” y que sentencia con toda veracidad: “La mujer que tiene los pies hermosos nunca podrá ser fea…”
Cuando conocí a Ivonne era invierno. Su rostro era muy bello: ojos grandes y negros, nariz afilada, labios rojos y carnosos, mentón ovalado, mejillas sonrosadas y un cabello largo frondoso y oscuro. Iba toda abrigada y calzada con unas botas blancas que, obviamente y para mi pesar, me impedían el placer de mirar sus pies, aunque sabía que serían pequeños y blancos como su tez. Nos encontrábamos cenando en la casa de un amigo que tuvo la amabilidad de presentarnos. Desde el comienzo nos llevamos bien. Platicamos de gran variedad de temas que me revelaron su inteligencia (¿quién si no es un ser inteligente citaría Jonathan Swift?). Ese día conseguí su número telefónico y la promesa de vernos de nuevo en cuanto le llamara.
Por prudencia espere una semana desde que la conocí para llamarla e invitarla a salir. Cumpliendo su promesa aceptó. Fuimos a comer a un restaurante que me agrada mucho por que se respira intimidad y sirven un rib-eye sublime. De nuevo me sorprendió cuando me dijo que Rubens era un exquisito delirio de color y movimiento, que Pollock y Warhol eran unos farsantes, etcétera. Frente a mí tenia a una mujer hermosa y con criterio, un raro espécimen. Ya era noche cuando llegamos a su casa y me invitó a pasar. Sabiendo lo que esto significaba, nada más cruzando la puerta la tomé entre mis brazos y la besé. Hicimos el amor. Estando todo a oscuras nunca pude ver sus pies ni encontré la ocasión precisa para tocárselos. Nos seguimos viendo con frecuencia y muchas veces terminamos en su casa haciendo el amor. Cada que esto ocurría yo intentaba tocar sus pies pero lo conseguía, era como si ella me lo impidiera, como si escondiera algo.
Paso el invierno, la primavera iba a medias y yo no obtenía aun el éxtasis de contemplar sus pies desnudos. Siempre llevaba zapatos que no me dejaban ver más allá de sus tobillos los cuales eran muy bellos y prometían bastante. Un día decidí acabar con la desesperación que me causaba el no mirar el Olimpo de mi fascinación, resuelto a que me enseñara sus pies le dije mientras cenábamos en el íntimo restaurante:
-¿Sabes qué es lo que más me gusta de una mujer? Sus pies.
Ella solo asintió con la cabeza y comenzó a sonrojarse. Ahora era evidente que algo ocultaba, tenía que descubrir que era así que proseguí:
-Creo que los pies revelan su alma. Es como escribió Benedetti, -entonces le recite los versos del bello poema.- Tú has de tener unos pies hermosos. ¡Quisiera verlos y así ver tu alma y enamorarme más de ti!
Entonces se asomaron unas lágrimas en sus ojos y me contó su secreto.
-Pues si crees que los pies revelan el alma, creerás que mi alma está mutilada. De niña viví en N… donde nieva mucho en invierno. Un día, una tormenta de nieve nos sorprendió a mi madre y a mí camino a casa. Sin lugar donde refugiarnos, tuvimos que caminar hasta la casa con la nieve hasta los tobillos. A pesar de las botas, yo sentía un intenso frío en mis pies y una especie de pequeños piquetes en los dedos. Me dolían. Una vez en casa mi madre me quito las botas y los calcetines húmedos y espantada vio que mis dedos estaban morados. El frío me los había gangrenado. Llegué tarde al hospital. Perdí un dedo del pie derecho y dos del izquierdo. El doctor dijo que pudieron haber sido más. Por eso no he dejado que me los toques ni que siquiera los veas, y menos ahora que sé que para ti los pies revelan el secreto del alma. ¿Mi alma te parecerá mutilada entonces? ¿Crees que soy fea o espiritualmente incompleta?
No supe que responder.
Aquella fue la última noche que la vi. Jamás volví a llamarla ni a acostarme con ninguna mujer en invierno o sin haber visto sus pies primero.
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