Miss Rossy, directora de la secundaria del Instituto Oriente, meditaba sobre sus problemas: “no es posible —se decía—, que pongan como capellán del colegio a un cura recién egresado, aunque sea el sobrino del rector. ¡No habría problema si no fuera tan joven y tan guapo!
“Además —pensó— es muy simpático, tiene carisma y trae alborotadas a todas las alumnas. Eso sería lo de menos, pues a las adolescentes podemos controlarlas, pero también las madres de familia tienen preferencia por él. ¡Qué casualidad que las pláticas de superación que el padre Coruco da, tengan tanto éxito!
“Padre Coruco, ¡vaya sobrenombre! Aunque él mismo se nombra así, y es una de las causas de su popularidad. Y mi amiga, la pobre Agatha, que aunque es una gata de mediana edad que siempre se las arreglaba para acomodarse cómodamente en cualquier parte, ya no lo hace. Debe de andar ya por los cuarenta años y, a pesar de su edad se encuentra interesada por el padre Coruco. Sólo hay que ver cómo lo mira cuando cree que nadie la observa”.
Las actividades en el colegio empezaban, en un día que sería inolvidable para miss Rossy.
— Mis queridos padres de familia —empezó el capellán de la escuela—. Deben tener paciencia con sus hijos y confiar en Dios… —mientras hablaba casi de una manera mecánica, él miraba a la Sra. Mónica, tan guapa y tan señora—. Y les vuelvo a repetir, el ejemplo que ustedes les den a sus hijos es lo primordial en la educación y el temor a Dios… —observó con disgusto la mirada bovina que le dirigía la prefecta de la escuela, miss Agatha, por lo que de mal humor terminó su plática al decir—: me da gusto su asistencia y recuerden que estoy a su disposición en la capilla para que vayan a confesar. ¡Gracias por venir!
— ¡Qué milagro que la vemos en estas pláticas! —Exclamó miss Agatha.
— Recuerde, que fue lo que me pidió Miss Rossy, para que yo supiera como educar a mi hijo Sebastián —dijo la Sra. Mónica.
— Su hijo Sebastián es uno de los problemas de la escuela, espero que usted pueda ayudarlo —replicó miss Agatha y pensó: “A mí no me engañas, para lo que te interesa el latoso de tu hijo, vienes para ver al padre Coruco”.
— ¡Qué onda güey! —Saludó Ismael a su compañero de secundaria Oscar.
— ¡Está cañón lo que pasa en la escuela! —Exclamó Oscar.
— ¿Pos qué pasotes? —Quiso saber Ismael, pues había faltado dos días.
— Está grueso el desmadre que se armó, con los grafitis y los mensajes.
— ¡Cuéntame güey no la hagas de emoción!
— Resulta que a la entrada de la escuela escribieron: “al padre Coruco le gustan las viejas”.
— Serán las chavas —rectifico Ismael—, ya vez que se la pasa apapachando a nuestras compañeras y, sólo a las que están buenas.
— Pues este cura está mejor que el viejillo anterior. Ese cabrón se la pasaba manoseando chavos. ¿A ti no te dio un llegue?
— ¡No seas bañado güey! Nunca se me acercó ese viejo.
— Es que estás re feo —rió Oscar y al terminar de hacerlo continuó—: al viejo sólo le gustaban los niños bonitos.
— ¡Te pasas güey! —Dijo un amoscado Ismael
— ¡Pues será el sereno! El letrero que te platico, de inmediato lo borraron, pero también en muchas paredes y pizarrones pintaron caricaturas de la bruja.
— ¿Cuál bruja?
— ¡Ah cómo serás güey! ¿Pues cuál ha de ser?, la vieja loca de la prefecta. Además llenaron de grafitis las paredes de la escuela.
— ¡No Manches! ¿Y quién fue el que se la bañó?
— ¡No seas pendejo, güey! Todos sabemos que los más azotados son el Sebas y su flota.
— ¡Ah jijo! ¿Y ya los agarraron?
— Para nada. Miss Agatha nos tiene a todos amenazados, pero no ha logrado que el Sebas confiese. Aunque no faltará alguna chismosa que lo acuse. Ya ves que tenemos muchas compañeras muy fresas.
— ¿Y cómo te fue en el examen de “mate” que tenías pendiente? —Preguntó Ismael.
— ¡Anda güey hice el pinche oso!, fíjate que…
Don Andrés, el conserje más antiguo de la escuela y además el velador nocturno de la misma, miró con odio a miss Agatha en el momento en que ella entraba por la puerta de la escuela. Ya que ella había sido la culpable de que el conserje se deshiciera de su perro, el Canelo, que le servía para su trabajo nocturno, además de hacerle compañía. “Que el perro es un peligro para los niños con asma”, había dicho la prefecta.
El veterinario que puso a dormir a su amado perro Canelo, fue el papá de su amigo Sebas, uno de los pocos alumnos que congeniaban con Don Andrés.
El conserje le había dicho a la directora miss Rossy, que el Sebas era incapaz de haber pintado los grafitis y la explicación era muy lógica: el Sebas nunca haría nada que perjudicara a su amigo don Andrés. El conserje sospechaba que habían sido los alumnos de tercero de secundaria y ellos pintaron los grafitis en la tarde, cuando había poca gente en la escuela y ésta aún estaba abierta.
Don Andrés soportó estoicamente el regaño que le dio el rector del Instituto, por los grafitis pintados. El rector lo regañó delante de miss Agatha. El conserje se defendió al decirles que la pintarrajeada sucedió cuando él no estaba de servicio, sin embargo no le hicieron caso.
Don Andrés pensó: “no me importa que el rector me regañe, pues es su trabajo, pero lo que no aguanto es a la vieja infeliz de la prefecta, ¡pobre mi Canelo! La que debían poner a dormir es a esta vieja jija de la…”.
Loa alumnos del grupo de tercero B de secundaria adoraban a su maestra: miss Andrea que les daba la clase de literatura. Al principio ellos consideraban la clase aburrida, pero poco a poco la maestra los introdujo en el mundo maravilloso de la ficción.
Miss Agatha se ganó el odio de todo el grupo, cuando al frente de la clase le dijo a miss Andrea:
— Maestra, no es conveniente que los alumnos lean estas porquerías de autores protestantes.
— Pero, si se trata del Guardián en el centeno de Salinger —dijo miss Andrea.
— Pues es protestante el autor. Tanto el rector y yo estamos de acuerdo que los alumnos sólo deben leer cosas edificantes de autores católicos —fue la furiosa replica de miss Agatha.
La maestra Andrea se dijo: “no es posible que el rector, un culto sacerdote jesuita, esté de acuerdo con lo que dice miss Agatha. Lo que pasa es que él no quiere dificultades con ella y por eso accede a sus caprichos. No puedo negar que ella mantiene la disciplina en el colegio, aunque sea por miedo…
“¡Dios mío! —Pidió Andrea con angustia—, aléjame de malos pensamientos, como es el deseo que me viene a la mente, de que a esta solterona alguien la ayude a visitar el infierno en poco tiempo”.
En la sala de juntas de la dirección del colegio, Sebastián miraba azorado a la “Santísima Trinidad” que tenía en frente de él: miss Rossy, la directora del colegio; miss Agatha, la prefecta y el capellán del Instituto Oriente.
— Es necesario que descargues tu alma de pecados, ¿dinos cuándo pintaste los grafitis? —Preguntó el sacerdote.
— Yo no fui —fue la escueta respuesta.
Mientras miss Agatha y el padre Coruco se turnaban para tratar de que Sebastián aceptara su culpa, sin resultados, pues la respuesta del muchacho siempre era la misma: “yo no fui”. Miss Rossy pensaba: “¡Parece mentira que se haga tanto escándalo por unos grafitis! ¡Total!, así son los jóvenes, y el remedio es muy sencillo, quitarles sus recreos por una temporada y santo remedio. Sin embargo Agatha está minando mi autoridad y yo por respeto al rector no puedo hacer nada…
“El rector, siempre ocupado en sus libros y sus ensayos teológicos, con su dicho «no problems» que me enjaretó desde el principio y por eso Agatha abusa de su autoridad. Lo que me extraña es la actitud del capellán, él siempre tan jovial y amable y ahora le hace eco a la prefecta. ¡Válgame Dios!, cómo es voluble la naturaleza humana…
“Aunque Agatha siempre me ha tratado bien, qué conveniente sería para mí y creo que para todos, que ella desapareciera de la escuela”.
— ¡No es posible que expulsen a mi hijo Sebastián! —Exclamó angustiada Mónica.
— ¡Ojalá yo pudiera arreglar este asunto! En los casos de expulsión de un alumno el que decide es el rector del Instituto —dijo miss Rossy.
— Pero el rector no ha querido recibirme —aseguró Mónica.
— Lo que pasa es que el rector toma en cuenta tres opiniones: la mía, la de la prefecta de la escuela y la del capellán del Instituto. Mi voto es que no procede la expulsión de Sebastián, si se comprobará alguna falta dar en todo caso un castigo solamente. ¿Por qué no habla con miss Agatha y con el padre capellán? —Sugirió miss Rossy.
Al oír la sugerencia de la directora, Mónica recordó las palabras del padre Coruco: “mi querida señora —dicho con voz melosa y de conquista—, ¡claro que podemos ayudar a Sebastián si usted quiere y coopera conmigo! Yo reconozco que ha de ser difícil para una joven señora divorciada educar sola a un hijo…”.
— Parece que donde está el problema, más que nada, es en la opinión de miss Agatha. Si ella cambia de opinión, el asunto se resuelve ¿es así la cuestión? —Quiso saber Mónica.
— Todo se resuelve —fue la contestación de miss Rossy.
— ¡Agatha te mandaron flores! —Gritó entusiasmada Brunilda, hermana mayor de miss Agatha.
— ¿Quién las envía? —Preguntó Agatha, con un ademán de coquetería al guapo mensajero de la florería Norma.
— La verdad no sé, pero hay una tarjeta que acompaña a las flores y a los chocolates —contestó el mensajero, al recibir una generosa propina.
Al irse el mensajero, Brunilda, llena de curiosidad, pues tanto ella como su hermana Agatha nunca habían recibido flores, preguntó:
— ¿Qué dice la tarjeta?
Agatha no dijo nada, se limitó a enseñar a su hermana la tarjeta:
Las bellas rosas que te envío, muy hermosas y con un agradable aroma desmerecen ante tu presencia, pues tú eres todo para mí. Quiero que cuando pruebes los chocolates, que sé que te gustan, pienses en mí y en nuestro amor. Tuyo:
P.C.
En la soledad de su habitación, Agatha, al observar las hermosas rosas, que completaban dos docenas de flores y la elegante caja de chocolates que en su centro, unos tenían licor de café Kahlúa y otros estaban rellenos de crema de whisky Baileys, pensó: “¡Qué hermoso detalle!” y casi sin atreverse comenzó a murmurar:
— P.C.: padre Coruco — y después en un grito de alegría—: PADRE CORUCO, mi amor.
Lágrimas de gozo placentero salían de sus ojos al pensar: “qué bueno que Brunilda no puede comer estos chocolates por su diabetes y la dieta estricta que tiene, sería un sacrilegio que alguien más disfrute lo que es prueba del amor que me tiene P.C.”
El Rector del Instituto Oriente, sacerdote jesuita, aún estaba molesto con el capellán del Instituto. “La juventud actual ya no respeta a sus mayores —se dijo a sí mismo—. Qué atrevimiento de mi sobrino querer oficiar la misa de cuerpo presente de la difunta miss Agatha, sin tomar en cuenta que a mí me correspondía. De mala gana ofició la misa de cenizas.
“Y que problema fue con la hermana de Agatha, la tal Brunilda que me dijo: «encuentro sospechosa la muerte de mi hermana, cómo es posible que se fue a dormir y en la mañana estaba muerta».
“Cuánta razón tuvo mi obispo, cuando le informe de la muerte de la prefecta al decirme: «inmediatamente me arreglas el problema y la cremación es lo más barato y práctico. No vaya a salir por ahí un medicucho que trate de profanar el cuerpo y luego haga especulaciones comprometedoras para nuestro colegio. En el columbario de la iglesia San Judas Tadeo depositen la urna (que no sea muy cara) con las cenizas de la difunta».
“¡No cabe duda que la gente es muy ingrata! A pesar de que íbamos a costear todos los gastos del sepelio, la solterona de Brunilda no estaba conforme, tuve que emplear toda mi autoridad para que ella aceptara la cremación. Con el argumento de que Agatha era muy católica y sus restos deberían estar en una iglesia, pero por ser seglar no podía enterrarse de cuerpo completo, fue la manera —por cierto muy renuente—, de que ella aceptara lo que la Santa Iglesia le ofrecía.
“Dios en su infinita misericordia sabe lo que hace, la prefecta Agatha era muy conflictiva. Ahora espero que ya la vida en la escuela secundaria sea apacible, así yo, podré dedicarme a lo que es de verdad importante y trascendente: mi ensayo sobre las propiedades del ente, tomando éste como participio activo del ser, que es el verbo, además…”
— Ave María Purísima.
— Sin pecado concebida —dijo el padre Coruco, con un sentimiento grato y vivo producido por la alegría de haber reconocido la voz de la Sra. Mónica. De inmediato le vino a la mente los agradables placeres que le esperaban.
— Perdóneme Padre, porque he pecado.
— No te preocupes hija, por eso estoy aquí ¿cuál es tu pecado?
— He cometido un asesinato.
— ¡Cómo es eso! —El padre se puso inquieto al oír que el tono de voz de la confesante no era de arrepentimiento—. ¿De qué asesinato me hablas?
— De miss Agatha.
El confesor sintió un dolor en el estómago al preguntar:
— ¿Cómo la asesinaste?
La Sra. Mónica dejo el tono respetuoso y contestó:
— Me costó trabajo planear el asesinato. Pero al notar la atracción que usted ejercía sobre la difunta, de inmediato me vino la idea de cómo hacerlo. Fui a la florería Norma, donde fingí ser la secretaria del capellán del Instituto Oriente y les pedí una nota de remisión con el nombre de usted, de las hermosas flores que el capellán — en contra de sus votos—, le envío a miss Agatha.
— ¿Sólo eso hiciste?
— ¡No! Junto con las flores iba una caja de chocolates de los que tienen licor en el centro. Solamente a tres chocolates les saque el licor con una jeringa y en su lugar inyecté acido barbitúrico; tuve que dejar que el azar hiciera su parte. Por esta ocasión la suerte me fue favorable. Para su información el ácido barbitúrico es el veneno con el que los veterinarios duermen a los perros.
— ¿Dónde conseguiste el veneno?
— Usted sabe que soy divorciada. Lo que no sabe, es que mi ex-marido es veterinario.
Turbado, preguntó el padre Coruco:
— Pero dime que te arrepientes. ¿No es así?
—De ninguna manera. —Contestó Mónica, la cual con lágrimas en los ojos, pero de risa, entre carcajadas continuó—: padre, alguien tenía que saberlo y quién mejor que usted.
Don Pepe, el sacristán, al ver salir a la guapa señora del confesionario doblada de la risa, movió la cabeza en señal de reprobación y no pudo menos que pensar: “¡Ah qué curita, nos salió muy conquistador!”
|