10 de febrero
De nuevo el ambiente aséptico, de murmullos desconfiados, acumulando tragedias. Los asientos ocupados, Amelia con la cortesía acostumbrada; su rostro no denota las tensiones que le llegan en cada historia clínica o diagnóstico. ¿Cómo se defiende de los sentimientos repletos de tragedia?, siempre sonriente, trajinando. ¿Cuántas enfermedades contaminan el alma primero, cómo ser policía sin rozar la delincuencia, médico sin perder sensibilidad por el dolor ajeno?
- El doctor tiene una intervención imprevista, está atrasado, señor Montalvo.
- ¿Sabe cuánto tiempo?
- Serán unos veinte minutos, más o menos.
El más o menos tiene genuino perfil nacional, ¿acaso las cosas son más o menos?, la verdad, las mentiras, el desierto sin lluvias son o no son; ¿Arturo, tú tienes más o menos cáncer?, no, lo tengo por entero y el médico está ahora interviniendo el cuerpo de alguien que exactamente tiene cáncer, ni más ni menos, y afuera de esta clínica hay también gente que se muere con exactitud matemática de enfermedades más benignas, sin ecógrafos ni gamagrafias ni seguros contratados. Me vienen a la memoria los médicos alemanes que llegaron al Cusco caídos del cielo. Fue en los días en que una parálisis inexplicable me desplomó sobre la cama. ¿Es polio?, no, quizá, podría ser, más o menos, es un virus desconocido decía otro, y yo desconcertado sin sentir mis piernas miraba inmóvil desde mi lecho abrigado. Un pariente informado impidió que me sigan medicando: mañana llegan médicos alemanes, dijo, podemos hacer que vean al chico, ¿no les parece? Y hacia ellos me cargaron en medio de rostros curiosos. El pediatra rubicundo se tomó la barbilla mientras observaba toda mi invalidez, luego tocó mis rodillas, tibias, encías, peroné, mi cuerpo entero para decirle a su intérprete con seguridad absoluta: es un problema de crecimiento, brusco crecimiento, estará bien en unos días, no requiere medicinas, sólo paciencia y cama abrigada. Mis padres se miraron incrédulos, desconfiados. Fueron dos días, ni más ni menos. Cuando me pude incorporar y caminar por el patio empedrado, media cinco centímetros adicionales. ¿Cómo lo supo?, ¿en Alemania los niños crecen así?, ¿y en mi patria porqué no?, ¿y nuestros médicos ignoraban que hay niños que crecen de un día para otro? Quisiera perder tamaño, llegar en manos de parientes al consultorio del médico extranjero, engullirme, paralizar mis días, sentir de nuevo que camino erguido, volver a crecer sin heridas, libérrimo, fraterno, quiero ser, nada más.
Vimos un asiento desocupado, Maité no quiso sentarse. Nos quedamos de pie, en el inicio de un pasaje que iba a otros ambientes, algunos despertaron de su letargo para vernos con curiosidad. La tomé de la cintura, la atraje a mí; la enfermedad nos unía de manera distinta, afirmaba vínculos, sellaba pactos que parecen el resultado de un corte de piel que se desangra y que luego desarrolla delgada y firme queratina. No cambió su trato, siguió callada, pensativa, laboriosa, ningún rasgo que me haga sentir atendido de manera especial. Era lo que esperaba, no deseaba lástima, tolerancia bondadosa, menos misericordia. La enfermedad incomprensible nos otorga un grado de dignidad que no se adquiere de otro modo. Una fractura del peroné te inmoviliza, vacaciona, te miman, consienten. Aquí no puedes permitirte mimos, es necesario superar con rapidez el inicial desconcierto, olvidar los escarceos con la depresión, secar las lágrimas, concentrar todas las fuerzas y aplicarlas sobre el dolor y la negrura de los días y asumir que somos parte de un universo finito que nos otorga un papel transitorio que debemos interpretar sin errores. Recuperar el día a día, evitar los planes de largo plazo, intimar con las distintas formas del amor y el trabajo.
Maité se apretó más a mí, sentí su abrazo más cálido, es cierto, pero, sus manos se extendían por encima de mis amebas desconocidas y abarcaba mi pequeñez total, mi desnuda fragilidad y no solo mi bajo vientre. Aquí estoy, decía, sigo contigo, y no es tu enfermedad, es nuestro futuro, el amor que tengo para ti. La abracé fuerte, hasta que el calor del verano no separó.
- Supongo que el médico tiene ya tus resultados, ¿no?
- Sí, seguro que sí, eso camina bien, ya sabe cómo anda mi costilla. Lo veremos en su rostro, cuando entremos.
Impecable siempre, corbata roja asomándose por los bordes de la bata blanca, de pie al borde del escritorio. Con ese matiz de suficiencia que se empieza a querer cuando se asocia con certeza, profesionalismo. Miro al médico alemán que me observa desde el tiempo.
- Y bueno señor Montalvo, aquí estamos.
Se sentó a revisar las imágenes en su PC, repasaba de nuevo una y otra placa. Apreté la mano de Maité.
- Es una fisura, su novena costilla está fisurada, la ecografía y la radiografía son inequívocas. ¿Buen resultado ¿no le parece? ¿Se acuerda cómo se produjo?
¿Fisura?, ¿cómo, cuándo? No, no lo recordaba. Maité me dio un beso sonoro en la mejilla. Claro que era una excelente noticia.
- Quizá haciendo algún ejercicio. Movimiento brusco, ¿recuerda?
¿Haciendo el amor?, allí me quedé, quise creer que era el motivo, aún cuando lo sabía incierto, improbable, pero, me gustó creerlo. ¿Hay mejor manera de fisurar una novena costilla que remplace a una metástasis insalvable? Retomé la tranquilidad, me instalé de nuevo en la jodida realidad.
- No recuerdo ocasión alguna. Pero es bueno saberlo.
- Esta costilla sólo requiere evitar esfuerzo y un poco de reposo. Entonces programemos la operación. Será una prostatectomía radical, luego, de acuerdo a los resultados y análisis, veremos si es necesario usar quimioterapia. ¿Está de acuerdo?, ¿usted, qué opina?, se dirigió a Maité.
Respondió que dependía de mí, atacar el mal de manera radical.
- Pues si, doctor, sigamos adelante. Puede ser mañana mismo.
- No tan pronto, necesitamos seis semanas después de la biopsia. Antes no es recomendable. Hay que definir si será cirugía laparoscópica o tradicional. Quiero explicarle además que no podrá volver a tener familia, y que es muy probable que sus funciones sexuales queden muy disminuidas. Quizá tengamos que extirpar nervios, ganglios.
Nos hizo una larga explicación. Sólo escuchamos, asentimos. Lo habíamos conversado, lo sabía por información hallada, por mi hermano. Estamos enterados, dijimos. Elegí el sistema laparoscópico. ¿La fecha?, 24 de febrero, cumpleaños de Maité.
El mal parecía encapsulado, concentrado en el espacio diminuto de mi bajo vientre, dominando mi vida, señalando límites a mi existencia. Salimos de mejor ánimo que el día del diagnóstico, le sugerí a Maité ir de nuevo al cafetín de la librería cercana. El tono era distinto, las amebas estaban en cuarentena durmiendo su sueño maligno, vencibles. Bajamos por las escaleras, nos dimos un beso en el rellano. La gente pasaba por el costado, nos miraba desconfiados.
- ¿Cómo te sientes?
- Pues bien, muy bien, es lo mejor que ha podido ocurrir en medio de la oscuridad.
Los árboles me parecían distintos, los colores más nítidos, el sol menos inclemente. Pensé en el niño que queremos con Maité, en el matrimonio que nos espera y que en algún momento pensé postergar. ¿Cómo establecerse con alguien que tiene los días contados?, ¿cómo casarse con alguien que puede darle un hijo de ajeno tubo de ensayo?
- Sabes Arturo, yo sería tu esposa aún en el último suspiro.
- ¿Tuyo o mío?, bromeo.
Me mira contrariada, entiende poco de bromas. Tiene un escudo que desafía cualquier posibilidad de ser objeto de burla. Tiene que ver, pienso, con su infancia. La concibieron muy jóvenes, en trance de estudios y de realizaciones básicas, la dejaron al cuidado de abuelos que se la llevaron a otra ciudad. Allí se quedó, vigilada por la drástica disciplina de una abuela que eligió educarla antes que mimarla. El abuelo fue su confidente, cómplice y balance en los días de drásticos horarios. Así creció, libre de ataduras con las relaciones primarias, asimilando en la práctica que el amor es consecuencia de experiencias y poco de mandatos predeterminados o contratos sociales. Un día, decidió retornar al hogar de sus hermanos. Quiero vivir con mis padres, dijo, conocerlos, entenderlos. Y así fue. Tuvo que habituarse al Cusco, hábitos distintos, amigos de estreno. Le fue difícil acostumbrarse, volvía con frecuencia a Arequipa, a sus amigos de la infancia, su barrio entrañable. Así la conocí, en uno de esos retornos esporádicos. Andaba yo en tareas de trabajo; nos presentó gente amiga en situación poco usual y en lugar inhabitual. La reconocí de inmediato, lo recuerdo muy claro. Supe que era ella a quien esperaba. No me pareció extraño que fuera de mi ciudad entrañable, cosas del destino, pensé; conversamos unos minutos, ella regresaba ese mismo día a su hogar. Me dejó atado a sus datos, voz, formas, palabras. Creí difícil volver a verla. Pero, sucedió. Retornó ella a cumplir con un encargo de trabajo y las amistades de la primera vez, nos volvieron a juntar. Era una reunión social. No nos separamos en toda la noche. Tomé su talle en medio de la música y entendí del todo que no podría vivir sin ella. Se lo dije en ese momento.
- Si tuviera tu edad, Maité, te ofrecería matrimonio.
Me miró desconfiada, pensó, giró el rostro a uno y otro lado. La seguí mirando.
- Yo, lo pensaría.
Fue el comienzo. Complicada travesía, meses de encuentros y desencuentros, dos ciudades, distancias cronológicas, desconfianzas naturales. En muchas ocasiones me vi tentado de abandonar mi empeño. No hallaba puerto libre donde acoderar mis deseos. Dura ella, distante, radical. Un día le escribí una carta de despedida. Le daba mis razones: agotamiento en mis esfuerzos, ecos inaudibles, deseos de no seguir complicándola con mi asedio. La siguiente llamada me trajo su voz. ¿Qué pasa Arturo, porqué tomas esa decisión?, ¿tan débiles son tus propósitos? No, le respondí, soy realista, creo que tienes decidido qué hacer y no me lo dices para no lastimar mi cariño. Es algo que tenemos que conversarlo mirando nuestras caras, respondió. Al día siguiente se vino a verme, a confrontar sus verdades con las mías. Conversamos con brevedad sin abordar ninguna condición ni definir el estatus de nuestra relación, pero, el escenario no era ya el mismo. Fue el comienzo de una etapa distinta, encaminada, con esperanza y futuro.
- Sabes Arturo, busco desde hace unos días el nombre de nuestro hijo.
- ¿Y si es hija?
- No lo creo, por las probabilidades, ¿no?
- Sí, claro mi amor, claro que sí.
Nos acomodamos en una mesita cercana a la puerta. Pusimos las radiografías y papeles médicos en una silla y nos sentamos a contemplar a la gente que entraba y salía, cada una con sus propios mundos, sus propios amores.
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