Los dos maniquíes de yeso permanecían enhiestos, uno al lado del otro en esa vitrina de los extramuros del centro capitalino. Era una tiendita modesta, aunque con pretensiones superiores, puesto que ambos maniquíes vestían esa ropita galana que se coloca la gente humilde para asistir a un matrimonio o a una graduación. Ella, modelaba una chaquetita de corte indefinido y su cuello lo cubría un pañuelo oscuro que imitaba la seda. Él, vestía un terno cruzado, en el mismo estilo de un señor de los años ´40, camisa blanca y corbata colorinche. La mayor particularidad consistía en que ambos maniquíes no lucían cabeza, acaso porque el que los fabricó, creyó innecesario creárselas o porque simplemente, el tipo aquel, era un descendiente directo de los guillotinadores de la Revolución Francesa.
La gente pasaba de largo y pocos dirigían su mirada hacia aquellos muñecos vestidos, ya que era un barrio fabril, con muchos bancos y oficinas, y los transeúntes caminaban con paso ligero, para alcanzar a realizar sus diversos trámites. Y allí aguardaba la pareja aquella, Adán y Eva de vitrina, esperando que algún cliente se condoliera y se llevara esas pilchas para desnudarse ambos y sumirse en un pecado en que la carne poco tenía que ver.
Por eso, cuando la noche caía, por un extraño sortilegio, los maniquíes cobraban vida, animados por cualquier espíritu que pululara en aquellos desvanes. Esta vez, una muchacha que había sido apuñalada por su amante a escasas cuadras de dicha tienda, no encontró nada mejor que posesionarse del cuerpo de la dama de yeso. Un gentil mendigo, atropellado también en las cercanías, hizo lo suyo con el cuerpo del de terno. Y muy incómodos ambos dentro de esa argamasa inanimada, optaron por dejar reposar sus respectivos ectoplasmas, ya demasiado hastiados de errar por las inmediaciones.
Ella, notando que carecía de un rostro para maquillar, se dedicó a suspirar para llamar la atención de su acompañante, tan descabezado como ella. El espíritu masculino, que trataba de acomodarse el nudo de la corbata con sus dedos intangibles, carraspeó, a su vez. Ella rompió el silencio, presentándose como Mabel. Él, que había sido un borrachín consuetudinario, saludó con gentileza a su vecina de suerte y dijo que se llamaba Samuel, lo que era una vulgar mentira, ya que en rigor, su carnet de identidad estipulaba que su verdadero nombre era Pascual. Como se puede comprobar, la mentira goza de una transversalidad que cruza las fronteras de la muerte.
Como ambos habían sido personas muy alegres y desinhibidas, convinieron que saldrían de parranda aquella noche. Y, créase o no, el par de maniquíes, ataviados como para una fiesterilla de pueblo, traspusieron vidrio y cortina de aquel local y salieron tomados del brazo, ella coquetona recibiendo las lisonjas de su acompañante. A poco andar, se percataron que también carecían de piernas, ya que sólo eran un par de torsos. Eso no los arredró y levitando bajo las luciérnagas capitalinas, recorrieron los más escondidos rincones en busca de un lupanar.
Pero, los tiempos habían cambiado la faz de las cosas y sólo se encontraron con oscuros pubs y concurridísimas discoteques. No atreviéndose a transitar en dichas sombras, tan parecidas a sus propios sepulcros, decidieron que ingresarían a uno de esos locales inmensos, en que todos se arracimaban y danzaban al son de una música estruendosa. Pero, ella puso reparos. Le expresó su preocupación por su carencia de cabezas y él, dicharachero, le preguntó a su vez si estaba segura que los que danzaban adentro portaran también las suyas. Y riendo cual si fuesen una pareja de esta frontera existencial, se adentraron en el recinto, sin que los porteros se percataran de su presencia.
Danzaron imitando a los demás, él hubiese preferido un tango y ella un Cha cha chá, pero, la alegría es contagiosa y hasta los espectros saben de eso. Después de un par de horas de desenfreno, salieron mareados por tanta estridencia y movimiento. Entonces, bajo la luz de un farol, él le dijo a ella que le parecía que debía tener un rostro muy hermoso. Ella se sonrojo, o por lo menos, creyó hacerlo y le contestó que tenía unos hermosos ojos verdes. Él, se aproximó a ella y la abrazó con toda la pasión que aún conservaba en su memoria arcana. Y fueron, por un instante, la fusión de dos materias transparentes que parecían latir al unísono.
Al día siguiente, los transeúntes que pasaban por el frontis de aquella tienda, caminaban a paso ligero hacia sus diversos destinos. Algunos, echaban una ojeada a la ligera hacia esa vitrina. Ninguno, pudo percatarse que sobre aquellas figuras de yeso, dos bocas invisibles pugnaban por aproximarse, la una a la otra, para sellar aquel particular romance de ultratumba…
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