Desperté con un tremendo vacío en el estomago puesto que la noche anterior me encontraba tan embelesado leyendo una novela de Ibargüengoitia que hasta me olvidé de cenar. Justo era el reclamo de mi cuerpo por alimento. Me levanté de la cama y fui directo al refrigerador. Con gran desilusión vi que solo tenía leche y un solo huevo. La tienda más próxima estaba a tres calles así que tendría que sosegar un poco el hambre hasta la hora del almuerzo, cuando ya estando en el centro de la ciudad podría comer bien en cualquier fonda. Saqué del refrigerador la leche y el huevo y percibí al instante que éste pesaba más de lo común. Me serví un vaso de leche, encendí la estufa y puse a calentar un sartén. Rompí el huevo y vacié su contenido sobre el sartén. En verdad que nunca me había quedado tan perplejo como ese día en el que, en lugar de que cayera sobre el sartén la clara y la yema del huevo ¡cayó un pollo completo!
Sobre el sartén caliente se hallaba el animal inerte, muerto tal vez por el frío del refrigerador pero que por alguna extraña razón se había formado en su totalidad. Yo no cabía en mí del asombro, lo único que pude hacer fue apagar la estufa y mirar al pollo sobre el sartén. Pico, cabeza, cuerpo, alas, patas y hasta algunas blanquecinas plumas era lo que yo veía una y otras vez como estúpido mientras mi estómago gruñía sin cesar. Al fin, reaccioné.
Hambriento, maldije a eso que me había arruinado el desayuno. ¿Qué iba a hacer ahora yo, desayunar tan solo un mísero vaso de leche y sufrir hambre dos o tres horas más hasta la hora del almuerzo? Definitivamente no estaba dispuesto a ello, como tampoco quería caminar tres calles hasta la tienda y regresar mientras por todo el camino la sinfonía de mis tripas iría sonando. Me vino entonces la solución. Al fin y al cabo el pollo ya estaba ahí, muerto. Y era un pollo, o sea, alimento en potencia. ¿Acaso tenía yo la culpa de que no hubiera sido un huevo común y corriente de yema y clara? No. Además había pagado por ese huevo insólito y había pagado por que fuera alimento y nada más. Pero ¿cómo lo prepararía? Pensé mil y un formas de poder cocinarlo pero en todas ellas quedaría la forma intacta del pollo y me daba cierta repugnancia. Entonces vi el vaso de leche. Descubrí en la alacena un poco de chocolate en polvo y saque el colador. Conecté la licuadora.
Sobra decir que lo que no se pudo licuar, las partes más duras y las plumas que quedaron sobre el colador, las deseché. Yo tuve un nutritivo licuado que me calmó el hambre y que, contrario a lo que pensaba, no supo tan mal.
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