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El cliente aguardaba al doctor en la pequeña sala de espera. Llevaba ya cerca de media hora allí, de manera que no tuvo más opción que pasear por la sala con evidente molestia. Cansado de repetir el mismo absurdo recorrido, invirtió su tiempo en observar los cuadros que adornaban la habitación. Ninguno era una obra maestra, incluso se podría dudar del talento del artista cuyo trabajo adornaba las paredes, blancas hasta la esterilidad, de aquel lugar.
Pese a lo chocantes que le resultaban, las pinturas habían llevado al cliente a un extraño descubrimiento que tal vez no habría notado de no haber sido por ellas: en un discreto gabinete, una serie de pequeñas botellas transparentes con distintos rótulos, permanecían guardadas. En estas se leían distintos nombres femeninos. Intrigado, extendió la mano para tomar uno de los curiosos frascos.
-No abra ningún recipiente.
Una voz autoritaria había escupido las palabras a través de una bocina oculta en la habitación. El cliente, aturdido y avergonzado por su insolencia, se alejó del gabinete sobresaltado. Segundos después, la voz volvió a sonar en un tono ligeramente más amable.
-Pase.
El cliente atravesó la puerta que daba al consultorio. Este resultó aun peor que la sala de espera, pese a su evidente amplitud con respecto la habitación anterior. El hombre se sintió sobrecogido ante la blanca desnudez de las paredes. Por un momento, se sintió un hombrecillo indefenso en medio de un desierto de blanca neutralidad. El incongruente escritorio lleno de papeles acomodados en un orden desesperado, lejos de tranquilizarlo, le provocó una extraña náusea momentánea. Una vez repuesto de la impresión, se acercó al escritorio, ofreciendo educadamente la mano al doctor y saludando en un perfecto inglés:
-Buenos días, Doctor Carmona
-Buenos días, Señor Kernighan- respondió Carmona, en el idioma de su interlocutor. Ambos guardaron silencio, hasta que Kernighan se decidió a romperlo.
-Dice usted que tiene algo que podría interesarme.
Kernighan encendió un cigarro y prosiguió:
-Algo que nadie más puede ofrecerme, y por lo cual, según usted, pagaré lo que sea.
-En efecto -dijo el doctor Carmona con soltura, detrás de sus lentes- y creo que usted estará de acuerdo conmigo en cuanto lo vea... u oiga, mejor dicho.
-Le advierto-dijo Kernighan, tras darle el golpe a su cigarro- que son pocas las cosas que me sorprenden ya. Usted sabe que soy coleccionista de objetos insólitos, y francamente, me disgustaría bastante haber cruzado la frontera sólo para que pretenda usted venderme un simple feto embalsamado, como el cadáver de un ser de otro mundo, o algún otro fraude por el estilo. Créame querido doctor: han sido tantas las veces que me han tratado de embaucar, que soy capaz de reconocer a simple vista lo que a cualquier forense, periodista o científico le tomaría engorrosos y caros estudios para desmentir.
Carmona escuchó las advertencias del cliente impasible. Ningún movimiento de su rostro denotó emoción alguna por lo que escuchaba. Con esa misma indiferencia, respondió a la desconfianza de su cliente:
-Lo que está usted a punto de ver no ofrece la mínima posibilidad de fraude, mister Kernighan.
Carmona se levantó del escritorio. Dándole la espalda a su cliente, lanzó su oferta.
-Le estoy vendiendo una colección de voces, única en su especie.
Carmona había dado la espalda a mister Kernighan tal vez porque imaginaba la reacción de este: una extraña combinación que mezclaba ira y una risa ahogada.
-¿Me ha hecho cruzar la frontera-dijo por fin el atónito coleccionista- para venderme unas simples grabaciones? ¿Cree acaso que no tengo un catálogo entero de todos los cantantes que, en algún momento pudieron haber grabado algo? ¡Subestima usted mis recursos, amigo Carmona!
El doctor seguía de espaldas. Como si estuviese armándose de valor, esperó un largo rato antes de contestar.
-No he dicho grabaciones. Dije voces. Tengo en mi poder una colección de todas y cada una de las voces que he escuchado en mi vida. En otras palabras, he hallado un método para adueñarme de una porción de las voces de la gente, y almacenarlas para mi personal deleite.
Kernighan, sin moverse, lanzó al doctor una mirada que evidenciaba su escepticismo. Carmona interpretó el mensaje, lo esperaba. Salió de la habitación. Regresó al poco rato con dos o tres frascos aparentemente vacíos en las manos. Kernighan reconoció los recipientes que había pretendido examinar apenas unos momentos antes. Carmona abrió el cajón de su escritorio, del cual extrajo una rudimentaria bocina, hecha con un delgado hilo, una aguja y un vaso de unicel. Con extremo cuidado, retiró un pedazo de cinta adhesiva que cubría un pequeño orificio en la tapa de cartón de uno de los frascos. Con ayuda de la aguja, insertó el hilo en el interior del frasco, tensando el extremo que quedaba fuera. Colocó el vaso en su oído, escuchando atentamente. Cuando pareció satisfecho, presentó la bocina a Kernighan, que sonreía divertido y escéptico. Pese a su incredulidad, el americano no pudo evitar abrir los ojos como platos cuando comenzó a escuchar aquel artefacto. Era Carmona el que sonreía satisfecho y divertido ahora. El doctor repitió la operación con el resto de los frascos, aumentando con cada una, su satisfacción y el asombro de Kernighan. Una vez concluida la demostración, retiró los rudimentarios aparatos. El coleccionista parecía aturdido ante lo que acababa de escuchar.
-¿Qué le pareció?-preguntó Carmona, casi sin dar respiro a su cliente.
-Es imposible-balbuceó-se escuchan claramente las voces. Ni siquiera hay distorsión por el uso del cable.
-Se escuchan aun mejor sin él –añadió Carmona- pero si destapara totalmente alguno de los recipientes, la voz escaparía.
Un poco repuesto de su asombro, Kernighan exclamó:
-¿Porqué las quiere vender? ¡Son un prodigio! ¡Y tiene que explicarme cómo lo logró!
La expresión del galeno cambió de súbito. La divertida mueca ante el asombró del americano se tornó sombría, incluso más que antes de que el coleccionista entrase al consultorio.
-Cómo he logrado atrapar las voces, y el po rqué quiero venderlas, es asunto que se puede relatar en una misma historia.
Carmona suspiró largamente antes de proseguir. Kernighan le miraba ansioso, su corazón incluso se había acelerado inexplicablemente, momentos antes de que el doctor comenzase a hablar.
-Fue hace tres años –dijo por fin- que comenzó mi obsesión por atrapar las voces de la gente. En realidad, el asunto siempre me había fascinado de un modo u otro; aunque solo pude obtener los medios para llevar a cabo mi extraña afición una vez que me convertí en un respetado médico. Ya se imaginará usted como empecé: coleccionando discos de las más sublimes voces del mundo, y aunque en un tiempo relativamente corto conseguí reunir un archivo detallado y de una riqueza excepcional, no me sentí satisfecho. Fue entonces que comencé a conseguir grabaciones de otro tipo. No le voy a mentir: entre las adquisiciones que hice en ese tiempo, muchas son auténtica basura –grupos de jovencitos aullando sosonentes repetitivos; o gente sin la menor educación musical, acompañados por una estridente y desafinada banda de pueblo-, pero lejos de arrepentirme de dichas compras, debo confesar que me satisfice bastante con ellas.
Tal vez los contrastes que encontré entre unas y otras fue lo que finalmente me permitió definir qué era en realidad lo que buscaba con tan obsesiva manía de adquirir más y más archivos sonoros: el enigma de la voz humana.
Carmona bebió de un trago un vaso de agua que estaba junto a su mano. Se le veía excitado, pero pudo continuar su relato un poco más sereno después de la tregua líquida que se daba a sí mismo.
-Me intrigaron los matices de cada voz. Puedo decir que me convertí en un verdadero analista de las voces. Incluso me atrevería a afirmar que, con solo escuchar el timbre de voz de una persona, esta me ha contado sin saberlo la mitad de su vida. Y tratándose de usted, le confesaré que algo que sólo unos pocos notamos: la voz de una persona cambia absolutamente cuando no habla en su lengua materna. La mayoría cree estar escuchando la misma tesitura en una voz cuando habla un idioma u otro, pero yo sé que no es así. Hay ciertas sutilezas que transforman la voz completamente, incluso puedo decirle que las emociones deforman completamente la voz de una persona, al menos para alguien que está acostumbrado a escucharlas y analizarlas. A riesgo de que me tome usted por un embustero, -dijo el doctor, esgrimiendo una sonrisa irónica- le aconsejo que si para usted es necesario mentir en alguna ocasión, lo haga en otro idioma. Pero en fin, por ahora es más importante que prosiga con mi historia.
Carmona parecía quererle dar un descanso al coleccionista. No quería despertar sospechas en él. Cuando juzgó que Kernighan había tenido suficiente, prosiguió.
-Sin proponérmelo conscientemente, llevé mi obsesión al terreno profesional. Coloqué micrófonos ambientales de alta sensibilidad en mi consultorio y en la sala de espera. Ya se imaginará que un psicólogo tiene no solo la oprtunidad, sino la obligación de escuchar varias voces al día. Esto facilitó bastante las cosas para mi, pues no tenía que andar por la calle con una grabadora en la mano, para satisfacer mi afición. Mi ya rico catálogo personal de voces se incrementó de un modo espectacular, y aun hoy me precio de poder decir que muchas de las mejores muestras que poseo provienen de esa época; mas aunque hoy las disfruto tanto como entonces, mi carácter perfeccionista me obligaba a buscar un modo de tener cautivas las voces de las personas de un modo cien por ciento fiel, más allá de lo artificiales que suenan recolectadas por una cinta magnetofónica, o incluso por un dispositivo láser. Usted comprenderá, amigo Kernighan, que mi experiencia me había llevado ya a apreciar cosas más allá de lo que el simple oído humano puede percibir. Debido a ello, puedo reconocer una simple grabación –por fiel que está sea- de una voz humana verdadera, pues ésta tiene un matiz muy especial, que si me permite definirlo, creo que bien podría decirse que es la vida de un sonido: vida que solo he alcanzado a captar cuando una persona me habla directamente.
Carmona parecía entusiasmarse demencialmente a cada palabra. Kernighan estaba estremecido con la vehemencia del doctor, pero no podía dejar de sentirse fascinado con la historia.
-Así pues, -continuó- me di a la tarea de encontrar la manera de encerrar no solo la voz, sino sus matices, la esencia, ¡Su vida, en una palabra! Investigué miles de métodos. Recurrí a la ciencia, pero al ver que esta no me ofrecía sino meros medios sintéticos que mecanizaban la voz, recurrí ya desesperado a la magia y varias supercherías. Me llevó años, señor Kernighan, prácticamente toda mi vida adulta, desarrollar el aparato que ha logrado este prodigio. Y solo pude alcanzar mi meta una vez que hube sintetizado mis conocimientos de física, con mi escaso dominio de las ciencias ocultas. Muchos dirían que he desperdiciado mi tiempo en pos de una absurda y enferma obsesión, pero al menos para mí, todo ha valido la pena.
El doctor dijo esto como una especie de disculpa. Kernighan se sentía enfermo ante lo que escuchaba, y compartía la opinión de aquellos a los que el doctor se refería. Carmona no lo notó, y se limitó a servir un par de tragos más.
-Por desgracia no puedo decirle de un modo sencillo como logré este resultado. Lo único que le puedo revelar es el pequeño inconveniente que mi sistema implica: para atrapar la esencia de una voz, es necesario robarle un poco de vida al dueño de la misma.
Kernighan sintió vértigo, pero Carmona reaccionó más divertido que asustado.
-¡Vamos, no se alarme, mi querido coleccionista! No soy un asesino. Al menos no todavía. Además, una sola extracción de voz es suficiente para que un frasco dure por un tiempo indefinido. A decir verdad, la vida que le extraigo al sujeto no se traduce mas que en un sueño pesado y largo. Nada que un poco de descanso no resuelva. A menos, claro, que el proceso se lleve a cabo varias veces.
Carmona se puso repentinamente serio. Hizo una pausa larga, podría decirse que incluso melancólica. Llevó los dedos a sus ojos, cual si quisiera retener con las yemas de los dedos un par de inexistentes lágrimas entre ellas. Prosiguió con su relato, mientras el coleccionista guardaba un respetuoso silencio.
-Usted comprenderá que por mucha reputación que uno tenga, jamás podría reunir un catálogo vocal de las dimensiones que ambicionaba con la simple “ayuda” de mis pacientes. Para satisfacer mis deseos, era necesario buscar en el mundo exterior, hallar un modo de utilizar mi invención en gente más allá del microuniverso de mi consultorio. Sin embargo, el dispositivo es demasiado aparatoso para andar cargándolo a la caza de voces por la calle. Por ello, adapté la máquina para poder conectarla a la línea telefónica. Gracias a esta adaptación, tuve la facilidad de hacer mi cacería de voces sin necesidad de siquiera salir a la calle. Utilicé una guía telefónica, escogiendo números al azar, mismos que siempre borraba con un marcador negro para evitar una repetición, pues como buen coleccionista, me intereso poco por repetir piezas que ya poseo. En un principio me vi en la necesidad de fingir ser un vendedor para poder sostener a la persona en la línea durante el tiempo suficiente para llevar a cabo mi labor. Sin embargo, pronto vencí mis propias inhibiciones, llegando a exponer a la gente mis verdaderas intenciones. Muchos me colgaron, indignados o asustados; pero he de decirle que la mayoría comenzaba a comentarme sus vidas, sus penas y alegrías. Si le he de ser sincero, rara vez me preocupaba gran cosa de sus problemas. Entenderá que un psicólogo, acostumbrado a escuchar los problemas de otros a cambio de una paga, encontraría poco atractivo hacer lo mismo con interés en sus horas de descanso. Lo importante para mí en esos momentos, era engrosar mi acervo, así que una vez obtenido mi botín, dejaba a la gente con sus problemas.
Hubo una nueva pausa. Carmona remojó su garganta, cual era su costumbre cada vez que callaba, aunque esta vez parecía evidenciar cierto esfuerzo para hacer atravesar el líquido por su tráquea. Kernighan lo notó, pues pese a estar de espaldas a él, el doctor tenía esporádicas convulsiones que delataban sus esfuerzos por hacer pasar el agua.
-Así la conocí -dijo Carmona con voz entrecortada- llamé una lluviosa noche de agosto, anónimamente como siempre. Escogí el número al azar, y marqué. Una voz sollozante me respondió. Una mujer. Ya le he dicho que los problemas y quejas de otros me resultaban indiferentes; pero algo había en aquella voz femenina, tal vez desesperación, ternura... nunca lo he sabido. Como siempre, inicié una platica para poder llevar a cabo mi tarea. ¡Ah! ¡Ojalá nunca hubiese hecho la pregunta que hice, amigo Kernighan! Créame que si hubiese sabido las consecuencias que traería, no lo hubiera hecho en verdad.
-¿Qué pregunta fue esa? –preguntó ansioso Kernighan.
-El por qué de su llanto.
El rostro de Kernighan mostró contrariedad. No alcanzaba a concebir que el llanto de una desconocida motivara la venta de algo tan insólito como la colección imposible que aquel hombre había reunida por años.
-“Nada”, fue su respuesta. Simplemente las noches lluviosas la hacían llorar. No indagó nada. No preguntó quien era yo. Simplemente me contó cosas. No tuve el valor de confesarle lo que le estaba haciendo. No podría decir con precisión cuanto tiempo hablamos, pero estuvimos así por horas, hasta el amanecer. El plumón tembló en mi mano. Así como me faltó el valor de confesarle mis intenciones, me faltó para borrar para siempre su número y su voz de mi vida. Estrujé en mi mano el frasco con su voz. Lo envolví entre mil mantas, papeles, y trapos sucios, antes de introducirlo en la caja fuerte de mi departamento. Ignoro por qué lo hice: teniendo su teléfono, resultaba superfluo guardar tan celosamente su voz... y sin embargo, ese frasco sigue ahí, escondido en mi bóveda, separado de cientos más con un contenido similar. Le parecerá extraño, pero debido a esta nueva adquisición mi obsesión se aplacó un poco, al menos en lo referente a mis ansias de novedad. Momentáneamente, me bastaba con escucharla a ella, mas no sólo por teléfono: Tuve la necesidad de encerrar un poco de su voz, de su alma misma cada vez que la oía. Podíamos pasar horas platicando de diversos temas. A veces ella me contaba sus problemas, otras era yo quien se confesaba. Otras veces simplemente nos divertíamos diciendo tonterías, riéndonos de cualquier simpleza como si fuésemos un par de adolescentes. No fue sino hasta varios meses después cuando supe su nombre: Julia. Es curioso, pero nunca se lo pregunté, pues no lo consideré necesario. Un día, sin ningún motivo, ella simplemente llamó, me dijo su nombre y colgó. Fue la única conversación cuya duración fue de una sola frase.
El doctor estaba visiblemente conmovido. Durante su relato, el tono de su voz había oscilado entre la alegría y una profunda melancolía. Inclusive sus ojos brillaban y se apagaban intermitente mientras hablaba. Kernighan se sorprendió cuando la energía que el doctor había explayado se apagó abruptamente, al llegar a una nueva pausa. Carmona no bebió de su vaso esta vez. Se conformó con mostrarse abatido, encogiéndose de hombros y callando.
-Supuse que algo en mis cálculos había fallado para bien –dijo por fin el doctor- pues a pesar de extraerle la voz a diario, Julia no daba señales de cambio alguno en su ánimo o su salud. No noté cansancio alguno en su voz, incluso puedo decir que notaba un renovado entusiasmo en ella con cada nueva conversación. Tardé poco tiempo en decidirme a confesarle que me robaba su voz. No le dio importancia al asunto, para ella no era sino un comentario más en nuestras diarias pláticas, y como siempre, se limitó a aceptarlo.
-Un día –el doctor prosiguió con un nuevo ánimo, infundido por los recuerdos- decidió que era tiempo de conocernos más allá de la voz.
-Te decepcionarás –le dije- soy muy viejo ya.
-No me importa –me contestó. Y acepté.
Nos vimos una semana después, en un pequeño parque escondido en algún rincón olvidado de la ciudad. Hacía un día soleado, pero con viento. Su cabello revoloteaba con él. Tomé su hombro, y noté que era muy joven. El encuentro resultó muy curioso: nuestras vidas se habían cruzado hablando, mas cuando nos conocimos en persona, estuvimos horas sin mediar palabra. Aunque en un principio me asustó la idea de que nos hubiésemos dicho todo lo que nos teníamos que decir, que se habían agotado las palabras entre nosotros, pero lo cierto es que nos empezábamos a comunicar en un lenguaje distinto, más allá de las palabras. Estuvimos abrazados toda la tarde.
Nuestros siguientes encuentros fueron muy similares a nuestras antiguas llamadas, mas ahora charlábamos tanto o más que cuando sólo utilizábamos el teléfono. Había olvidado del todo mi obsesión, como si ésta hubiese sido el vehículo mediante el cual hallé algo que ni siquiera yo sabía que estaba buscando. Por otro lado, debo confesar que Julia me bastaba, pues en ella se encontraban reunidos todos los matices de la voz humana. Incluso me atrevería a decirle, sin exagerar, que la belleza entera de Julia provenía de su garganta. Es extraño sin embargo, como el entusiasmo es capaz de cegar al ser humano. La vida tuvo un modo muy cruel de quitarme la venda de los ojos: después de dos años, Julia tomó la decisión de vivir conmigo. Un mes después, me murmuró, con su hermosa voz, una frase que nunca antes me había dicho: “te amo”.
Una lágrima rodó por la mejilla de aquel hombre de apariencia tosca y hostil, ablandando por un momento sus rudas facciones. Casi con pesar, continuó su relato.
-No tuve el valor de encerrar esa especie de canto. Tuve miedo cuando por fin abrí los ojos a la verdad, pues al terminar de decirlo, Julia se desvaneció. Solo entonces entendí que había consumido de un modo egoísta la vida de mi amada Julia. Y solo entonces también, advertí lo pálida y delgada que estaba. En medio de mi asombro, pude hallar el modo de llevarla a una habitación y recostarla. Abrió los ojos, y me obsequió una débil sonrisa. Supe leer lo que decían sus ojos (Julia hablaba aun más elocuentemente con su mirada, a pesar de que su voz resultaba un medio maravilloso de comunicación). No me culpaba. Le pedí perdón de rodillas, besando sus frías y pálidas manos. Le hice mil promesas, confesé mi culpa, me rebajé a mi mismo... pero Julia no me guardaba ningún resentimiento. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, alcanzó a susurrarme “continúa”. Me horroricé. No podía seguir adelante con aquello sin correr el riesgo de matarla... pero muy en el fondo, mi egoísmo me llevaba a hacerle caso, a proseguir con aquello.
Julia permaneció semanas en cama. Le tomaba días reunir la fuerza suficiente para apenas decir unas cuantas palabras. Casi siempre me pedía que le hablara, a lo cual yo obedecía, diciéndole cualquier cosa. Entonces, ella sonreía entre sueños, y en medio de mi dolor, mi alma se regocijaba.
Sin embargo, otras veces, por lo regular después de semanas de reunir sus escasas fuerzas, se limitaba a decir: “hazlo”. Cuando esto sucedía, mi ánimo decaía enormemente. Las primeras veces, me negaba rotundamente, pero Julia me reprochaba con sus miradas. Entonces no podía ofrecer resistencia alguna, viéndome obligado a obedecerle. Una vez preparado el equipo, Julia hablaba por horas, con evidente esfuerzo, mientras yo encerraba su voz con una desagradable mezcla de emociones en mi alma, pues me repugnaba sentirme tan feliz de poder robarme la voz de mi amada.
Mientras tanto, buscaba desesperadamente algún modo de devolverle la salud, mas en esta ocasión ni ciencia ni magia combinadas podían ayudarla. Julia se debilitaba día con día. Pese a todo, mostraba una fuerza y resistencia increíbles, sobre todo cuando me obligaba a encerrar su voz. Sin embargo, llegó el momento en que tenía que traspasar sus límites: un buen día me pidió que fuese yo quien le hablara. Obedecí, conmovido por su vulnerabilidad, cuando cerró sus ojos. Me estremecí, me maldije. Quise morir. Julia parecía estar muerta, pero pude notar que solo dormía, después de revisar sus signos vitales. Aunque me tranquilicé un poco, todavía luchaba desesperadamente por reanimarla, usando todos los medios conocidos para hacerlo. Todo fue inútil.
Un nuevo silencio se apoderó del salón. Kernighan, atento y conmovido esperaba respetuosamente que el doctor recuperase la compostura para seguir su relato. Ofreció amablemente un nuevo vaso de agua para tratar de tranquilizar a Carmona, pero este lo rechazó con un gesto cortés.
Desde entonces –continuó por fin Carmona- he gastado todo mi dinero, que no es poco, en investigar un método para traer a Julia de vuelta a la vida. Debido a que he dedicado la totalidad de mi tiempo en atender personalmente a mi Julia, dejé todo lo demás atrás, incluso mi trabajo. Me he visto obligado a vender cuanto poseía. Abandoné el departamento que habitábamos juntos desde hace tiempo, y vine a vivir a mi consultorio con ella. Esto, y la colección de voces, es cuanto poseo ya en la vida, y tal como ve, me veo obligado a deshacerme de esta colección de prodigios; pero me importa muy poco, si con ello he de ver de vuelta a mi amada Julia, de darle una nueva oportunidad.
El punto final de esta frase llegó como una losa de cansancio cayendo encima de Carmona. Kernighan hubiese jurado que incluso se veía más viejo. El americano, que no había perdido una palabra del relato, hizo una extraña petición a Carmona, que lloraba abatido en un rincón de la habitación:
-Quiero verla.
Sin saber bien por qué, accedió. Aunque se reprochó en silencio mostrarse vulnerable, ya era demasiado tarde para arrepentirse.
Ambos estaban frente a la cama. Julia, pálida y virginal, yacía silenciosa e inmóvil. En verdad se podría jurar que la niña estaba muerta, a no ser porque el silencio, absoluto y casi religioso de ese lugar, permitía escuchar la débil respiración, tranquila y regular, que salía de aquella estatua de carne.
-La amaba –susurró el doctor, más para sí mismo que dirigiéndose a Kernighan- pero no del modo prosaico de una pareja cualquiera.
Carmona estaba casi al borde de la desesperación. Kernighan lo miraba conmovido.
-Nunca juntamos nuestros labios, ¿Sabe? –una amarga sonrisa se dibujó en la cara del doctor –supongo que no preciso aclarar que tampoco hicimos el amor.
Carmona miraba al vacío, anhelante.
-Me pregunto si lo habrá hecho con alguien.
-Lo hizo.
Kernighan hablaba un español impecable. El doctor palideció, o mejor dicho, envejeció aun más cuando lo escuchó. No atinó a decir nada, quizá porque la sorpresa no se lo permitía.
-Un día se fue de nuestra casa –dijo Kernighan con un nudo en la garganta, convertido en lágrimas al desatarse- sin mediar palabra. Simplemente se fue. Ahora veo que esas extrañas llamadas en la madrugada fueron la causa de ello.
El joven estaba verdaderamente conmovido. Carmona no supo precisar si el temblor de su voz, las lágrimas y los puños apretados eran por la rabia, o por el contrario, producto de la emoción que su relato le había propiciado. El muchacho se acercaba al doctor lentamente, mientras hablaba.
-Investigué en donde vivía y con quién. La noté enferma, las veces que la pude ver entrar o salir del departamento. Sus pasiones lo perdieron, querido doctor: se concentró tanto en Julia, que se olvidó de ser cauteloso. Intervine su teléfono. Vigilé todos sus movimientos. Por eso supe que usted ofrecía algo único e imposible.
Ahora el joven era el que relataba con emociones desbordadas su historia.
-Suplanté a un tal Kernighan, un anciano coleccionista de cosas raras que usted había contactado. Hoy está muerto.
El falso Kernighan daba sus explicaciones al borde del llanto. Carmona lo escuchaba mudo de la impresión, encogido sobre sí mismo.
-Usted tenía razón, doctor –dijo el impostor con una sonrisa carente de diversión- es más fácil mentir cuando se usa una lengua que no es la propia. Eso me permitió llegar hasta usted y su relato.
El muchacho sacó un arma de entre sus ropas, mientras el doctor retrocedía presa del terror, sin poder siquiera pedir por su vida.
-No le mato –dijo el muchacho- por celos. No lo odio. A decir verdad, nada más le busqué para saber de Julia. Querido doctor, -el falso Kernighan amartilló su arma- su relato ha conmovido mi corazón. Ahora sé lo que ha sido de Julia. Veo que usted la hizo realmente feliz, que le pudo dar algo que sin duda yo no pude. Por ello he decidido que ustedes merecen estar juntos.
El impostor terminó con sus explicaciones y disparó. La bala se alojó en medio de la cabeza del doctor.
El médico estrechó la mano del visitante.
-Así que es usted el que paga la estancia de estos dos pacientes.
El visitante se esforzó por sonreír. Asintió levemente.
-No le conocía a usted –dijo.
-Sí, acabo de entrar a trabajar aquí. –el médico reflexionó un poco. Pese a sus esfuerzos por hacer la pregunta con sutileza, esta fue disparada a quemarropa:
-¿Puedo preguntarle por qué...?
-No –fue la cortante respuesta del visitante.
Entró a la habitación. Contempló por un momento las dos camas: hombre y mujer, conectados a aparatos que preservaban artificialmente sus vidas. Contempló la escena, los dos cuerpos despojados de su gracia natural por la rudeza que la vista de los aparatos causaba al visitante. Estuvo un largo rato viéndolos. Besó tiernamente la mejilla de ella, y la frente del hombre, donde una cicatriz se dibujaba. Tomó las manos de ambos y las entrelazó. De uno de sus bolsillos, sacó un pequeño frasco transparente. Una pequeña etiqueta tenía estampada la palabra “Julia”. Lo depositó en un mueble en medio de ambas camas. Murmuró algo para sí, y después salió apresuradamente, dejando rastros de lágrimas en las sábanas de ambos.

Texto agregado el 26-02-2010, y leído por 93 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-02-2010 brillante, cautivante relato, mantiene el interes de principio a fin y atrapa, voy a seguir su trabajo de cerca, felicitaciones, 5 puntos marineroebrio
 
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