Ha caído el árbol, donde yo subía
por las mañanitas, a verte pasar
con tu ancho sombrero sobre la cabeza
y en la mano el jarro de tu pregonar:
“leche calentita, doña, va la leche”…
y al verme en el árbol, cual pequeño espía,
me decías sonriente: “es leche traviesa
como la carita de la niña mía”.
Yo bajaba entonces. Y la golosina
no faltaba nunca de tus manos viejas.
En tus ojos claros, que azuleaba el aire,
brillaba el reflejo que los años dejan.
Tu cabeza cana, pobre, como todo
lo que tú llevabas, me tenía curiosa,
y tú me decías: “cuando nace un niño
su alma está limpia, lozana y hermosa,
y su cabecita tiene rizos negros
como los tuyos. Pero llega el día
en que, con el tiempo, se llena de leche
y se pone blanca, así como la mía”.
Un día muy triste, desde el mismo árbol
que ahora no existe, te esperaba en vano
y al pasar el tiempo bajé, sudorosa,
sin risa en mi cara, sin dulce en mi mano.
Y nunca volviste. Ya nunca viniste
a traerme leche todas las mañanas,
ni oí más los gritos que, por el sendero,
me traía implacable tu cabeza cana:
“leche calentita, doña, va la leche”…
y al verme en el árbol, cual pequeño espía,
me decías sonriente: “es leche traviesa
como la carita de la niña mía”.
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