Beto el Tecolote recibió el embate heroico de una abeja de avanzada y apenas alcanzó a manotear por instinto, para terminar estrujando el cuerpecillo del insecto en uno de los cachetes enormes y planos que justificaban su apodo.
De tal modo, Beto el Tecolote suspendió su perorata respecto a la procacidad de los spots de los partidos políticos y se disculpó con Evangelina, quien le dio un sorbo rápido a su malteada en lo que observaba a su acompañante despojarse de unas gafas de búho cabal que depositó en la mesa para acudir a enjuagarse la cara al baño de la fonda en la que estaban.
Ya sola, Evangelina se llevó la mano rolliza al rostro y de paso se acomodó las trenzas que había retorcido durante una hora en su casa para aplacar por una vez el aspecto felino de su cabellera.
Como no queriendo, Evangelina dirigió la vista a las gafas de Beto, volteó para cerciorarse de que nadie la viera, y las tomó de la parte en que el armazón ya se había despintado.
Muchas horas después la muchacha aún se arrepentiría de lo que hizo: escrutó con impudicia las lentes estrigiformes que formaban parte del rostro de Beto desde que lo conociera dos años antes en una reunión por el día de la amistad en el periódico donde el hombre era jefe de redacción.
Durante su inspección, Evangelina sintió como si estuviera escudriñando los Ojos-Limones que el monstruo de Guillermo del Toro incrustaba en sus manos apergaminadas en “El Laberinto del Fauno”. Pero lo que vio la hizo dejar por la paz los anteojos que sintió como la extremidad de un insecto antropomorfo: los cristales se hallaban opacados por huellas dactilares, chispazos de grasa y múltiples rayones, cual si alguien hubiera calado una pluma reticente sobre ellos.
Beto el Tecolote retornó cinco minutos después, aún soltando pestes sobre la abeja que descubrió encogida junto a la pata cuadrada de la mesa cubierta con un mantel de plástico color camote; bicho que terminó embarrado en el piso de cemento agrietado ante el gesto de repulsión de Evangelina.
Por último Beto se reacomodó “sus ojos cibernéticos”, como Evangelina pensó de súbito sin atreverse a soltar un chiste al respecto, pues estaba en juego la publicación de sus poemas en verso “bustrófedon age”, como solía declarar a moros y cristianos.
Ya dueño de la situación de nuevo, Beto el Tecolote le pidió sus textos a Evangelina, quien reaccionó con reflejos de gato escaldado y desvaneció su mohín de repugnancia para extraer unas hojas color pastel del bolso que sólo cargaba cuando la ocasión lo ameritaba.
Beto el Tecolote recibió los manuscritos con el talante de un joyero con todo y lupa cilíndrica embutida entre ceja y pómulo, y los repasó estrujándose la boca minúscula tan diluida como el resto de las facciones en la textura cenicienta de la cara.
Pasaron minutos cruciales en que Evangelina creyó que por fin alguien le publicaría las frases desgajadas de su corazón, incluso dejó de pensar en la completa transformación de Beto en su animal totémico, y menos aún le dio importancia al hecho de que fueran vistas a través de unas gafas tan asquerosas como las del Tecolote sus frases trazadas con disciplina monacal.
Mientras Evangelina parecía reducir su frecuencia cardiaca disimulando su nerviosismo, Beto el Tecolote se tomó su tiempo para analizar algo ajeno a la sintaxis deplorable de la muchacha y su ramplonería de bardo con migraña.
Fue otra cosa la que Beto el Tecolote sopesó mientras aparentaba desplazar su vista por las líneas tortuosas en ese papel que no hubiera usado ni para limpiarse la nariz durante el asedio del catarro: consideraba la posibilidad de poner a un lado su prurito intelectual para ganarse el afecto de la mujer a la que le traía ganas desde que la saludó dos años atrás mientras exhibía una sonrisa premium y no su lamentable mueca del diario.
Pasó el tiempo justo en que una araña Tócatl momifica a una mosca tlaxcalteca, y Beto el Tecolote levantó la vista dubitativa hacia Evangelina para contemplar su rostro expectante de Rosita Fresita; pero no se atrevió a decir lo que en realidad pensaba: que los versos eran una soberana porquería propia de un mal declamador .
“Creo que si se les da una revisadita sí pueden ser publicados, ¿por qué no?”, terminó diciendo Beto el Tecolote mientras sentía como si fuera un infame muñeco de ventrílocuo supeditado a una potestad superior.
Al escuchar el veredicto, Evangelina mandó al carámbano la mesura y dirigió su boca como misil al cachete indefenso de Beto el Tecolote, quien bosquejó una sonrisa de turbación que borraría en cuestión de segundos, cuando se escuchó el reclamo batracio del celular de Evangelina.
La muchacha apretó un botón en el aparato que sacó de su bolsa colgada del respaldo de la silla y suspendió así el croar persistente de unos sapos barítonos. Luego endulzó la voz para contestar que salía “en unos minutitos”, matizando su aprecio con un amoroso “daddy” dirigido hacia alguien al otro lado de la línea.
Evangelina partió luego de disculparse porque ya se le había hecho tarde, y Beto el Tecolote fijó la vista en el vaso de malteada que dejó la ninfa, mientras hilvanaba una ristra de insultos que se recetó dándose golpecitos contenidos en la boca con la necedad de un asceta en la desolación del desierto.
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