Capítulo VI – Parte 3
Convertido entonces en esclavo y amante satisfizo a cuanta mujer le tocó complacer. Su fama se extendió por toda la fortaleza y llegó a oídos de la reina que lo hizo llamar a su presencia.
Solamente la familia real tenía el privilegio de disponer de un hombre a su servicio exclusivo. La princesa Pigritia IV, hija de la dama que lo había comprado, estaba ya en edad de procrear, requisito indispensable para heredar luego el reinado que dejaría su madre. Bruno recibió la orden de dedicar sólo a la princesa toda su demostrada capacidad de amar durante el día, la noche y cuando ella lo requiriera.
Su única función pasó a ser la de macho reproductor para lograr el indefectible embarazo de la princesa, ya que no había otra manera de asegurar la continuidad de la especie. Los hijos nacían solamente de la realeza porque las otras mujeres no estaban dotadas para concebir.
Al ver a la princesa desnuda comprobó la exactitud de la denominación “octetafera”. En cada uno de sus senos tenía cuatro pezones, algo que no ocurría con las otras mujeres, como ya había comprobado. Él cumplió eficientemente sus obligaciones hasta que la embarazó.
Pasadas ocho lunas, la princesa comenzaría a parir un hijo en cada cambio de cuarto, hasta completar el número de ocho. Ellos se repartirían sus pezones y la niña nacida en el último cuarto de luna nueva sería la siguiente princesa octetafera. Esa niña sería alimentada con el fruto del árbol habitado por Pigritia IV, alimento que daría a su cuerpo las propiedades de engendrar que ostentaba su madre.
Los restantes niños al cumplir un año pasarían al cuidado de las mujeres seleccionadas transformándose en mujeres estériles y hombres esclavos.
Los recién nacidos eran nominados Gula, Avaritia, Ira, Invidia, Supervia, Luxuria y Vanagloria, sin distingo de género, ya que simplemente sus nombres señalaban su misión de extraer del alma de la princesita el pecado capital que representaba cada uno de ellos. Estos nombres se completaban con el de Pigritia, madre de todos los vicios, que estaba reservado a la pequeña que un día sería reina y capaz de concebir. Cuando llegó el momento en que la princesa debía comenzar a parir, la reina se instaló con ella para ayudar a su hija en ese parto de dos meses.
El mercader no había olvidado su vida en occidente. Su espíritu aventurero ya estaba satisfecho y quería regresar a sus propiedades para aprovechar sus nuevos conocimientos.
Durante el tiempo de abstinencia, con la reina y la princesa alojadas en su árbol y ocupadas de los sucesivos partos, Bruno entabló relación con Superbia. Endulzó los oídos de ésta diciéndole lo hermosa que era, contándole cómo vivían en occidente las mujeres que no eran tan bonitas como ella pero lo parecían, adornadas con faustuosos vestidos y preciosas joyas, perfumes, peinados y afeites. Le habló de los bailes y fiestas de las cortes donde las mujeres eran admiradas por los hombres que se desvivían por seducirlas, de cómo todas podían lucir orgullosas sus hijos, concebirlos, amamantarlos y dedicarse a su cuidado.
Superbia, siempre deseosa de ser más importante y atractiva que las demás, quedó atrapada en su propio pecado y el demonio además le permitió apoderarse de los otros. Cuando Satán entró en ella, se rindió al hombre cuyo único plan era el de conocer la manera de abrir el peñasco para escapar. Pero Superbia sólo accedió a decirlo si ambos huían juntos.
La princesa estaba ya en los trabajos del último parto cuando decidieron hacerlo. Escaparon de noche, llevando un pequeño cargamento de frutas y pidiendo a la luna que se ocultara tras las nubes para no ser descubiertos por los demonios que se habían lanzado en su persecución, capitaneados por la sanguinaria Ira.
El sol de la mañana los encontró lejos de la fortaleza. Comieron una fruta que recompuso sus fuerzas y calmó su sed. Suponían haber escapado ya al satánico acoso; Bruno comprobaría tiempo después que no era suficiente la distancia física para no ser alcanzado por los pecados capitales.
Siguieron la marcha tratando de llegar lo antes posible a la tierra fresca cercana al río. La mujer no se sentía bien; enfermó al cambiar la temperatura vivificadora que se respiraba en la fortaleza por la sequía del desierto.
. Cuando comieron otra fruta notaron que éstas también parecían haber sufrido el cambio de clima ya que comenzaban a secarse. Finalmente, sedientos y cansados de caminar bajo el sol insoportable, arribaron a los primeros árboles y se sentaron a descansar.
Una tonificante brisa soplaba aumentando la frescura de la sombra que les proporcionaban esos frondosos árboles que mantenían la humedad de la tierra negra y marcaban el final de la caliente sabana amarilla.
Bruno dejó a Superbia sentada contra el tronco de un árbol mientras un sudor frío corría por el afiebrado cuerpo de la mujer. Temeroso, recordando que en ese sitio había sido abordado por los beduinos, se acercó al río para refrescarse, mojar las frutas y traer algo de agua para su acompañante.
Aunque no tardó demasiado en regresar la encontró moribunda. La transpiración mojaba sus ropas y convertía en un charco de agua el lugar donde estaba sentada, deshidratada y seca, como si todo el líquido hubiera escapado de ella.
Cuando comprobó que había fallecido, oró por su alma encomendándola a Dios, aún dudando si los pecados capitales podían purificarse en el Purgatorio o sólo estaban destinados al tormento eterno del Infierno, como algunos herejes sostenían. Después colocó su cuerpo en una pequeña depresión del terreno y lo tapó con ramas y barro para resguardarlo de las alimañas.
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