Capítulo VI – Parte 1
Bruno no estaba seguro. Aquello no parecía ser un espejismo. Sin embargo le era imposible creer lo que sus ojos estaban viendo. Ese impresionante lugar podía estar allí, en medio del desierto, únicamente si tanto tiempo de exposición al sol hubiera afectado sus facultades mentales. Era un oasis inmenso, cubierto por una exuberante floresta de árboles con hojas anchas de un intenso verde que cubrían de sombra fresca todo el lugar. Sus frutos de color rojo eran extraordinariamente abundantes, podían contarse por cientos en cada planta. Un vergel de arbustos poblados de flores azules, blancas y amarillas rodeaba la plaza siguiendo la línea de la muralla. Ésta era de altura irregular y resultaba invisible del lado exterior porque el viento había acumulado contra ella gran cantidad de arena, mimetizándola con las dunas.
El conductor de la caravana conversaba con una hermosa mujer que vestía una túnica blanca y refulgente. Ella le entregó una pequeña bolsa de dinero. Uno de los beduinos se acercó al mercader y lo desató para que bajara del caballo. Apenas lo hubo hecho, la mujer se acercó a los peñascos y levantó su brazo derecho haciéndolo girar mientras con la mano izquierda dirigida hacia ellos parecía ordenarles. Se abrió un paso a través del promontorio permitiendo que los bandoleros y sus cabalgaduras se retiraran. Las rocas iban volviendo a su lugar no bien terminaba de pasar el último jinete.
Bruno acababa de ser vendido como esclavo a una mujer que le hablaba en un idioma que no conocía. Sin embargo, las palabras llegaban a su mente de una manera fluida y comprensible. Supo así que estaba frente a la “octetafera” Pigritia III, reina de una nación de mujeres en la que los hombres eran sometidos y trabajaban para ellas. Esta situación le resultó preferible a la que había experimentado horas antes, cuando estuvo a punto de ser muerto por los beduinos que lo asaltaron.
Terminó de tranquilizarlo la sonrisa de la reina y las otras mujeres que lo miraban de manera amigable. En el lugar la temperatura era fresca y el perfume de las flores lo hacía muy grato a los sentidos. Los hombres que estaban ocupados en recolectar frutas parecían felices de su trabajo. Un hombre arrancaba las frutas del árbol y otro sostenía una canasta donde las depositaba sin golpearlas. Las mujeres jugaban y reían paseando entre los árboles o a la orillas de un pequeño lago donde algunas se bañaban desnudas. Un grupo de ellas arrancaba notas armoniosas a desconocidos instrumentos musicales, ejecutando la melodía suave que flotaba en el ambiente.
Los bandoleros que lo habían capturado eran asaltantes de caravanas. Fue inútil la resistencia de los hombres que había contratado para la expedición. Los bandidos eran expertos en el manejo de las armas y pronto acabaron matándolos a todos. Se apoderaron de sus caballos y de todo lo que poseían
Tal vez su vestimenta distinta a la de sus hombres o sus rasgos europeos hicieron que los beduinos analizaran la posibilidad de obtener una mejor ganancia dejándolo con vida.
Herido, lo ataron sobre un caballo y cuatro hombres se apartaron del grupo comandados por uno de ellos, llevando al mercader e internándose en el desierto. El prisionero trataba de pensar rápidamente buscando referencias para planear la huída, pero las grandes olas de ese mar amarillo no le ofrecían ninguna. Se dispuso a morir disecado por el sol abrasador y el calor que subía de la fina arena con distintas formas de vapores fantasmagóricos.
Renació su esperanza al notar que no montaban camellos. Seguramente conocerían algún lugar no muy distante donde abrevar los caballos y descansar a la sombra, pero sólo ellos sabrían donde estaba porque nada semejante a un árbol se veía, ni aún a la distancia. Solamente un promontorio de rocas aparecía delante de ellos, donde la arena hacía límite con el cielo azul, límpido de nubes.
Al llegar al promontorio, el conductor detuvo la marcha y se dirigió a las piedras haciendo girar su brazo derecho sobre su cabeza mientras gesticulaba y hacía señales con su otra mano. Un peñasco se movió y luego otro y otro más, dando lugar a un desfiladero por el que se internó el grupo. Avanzaron entre rocas amenazantes que formaban una pared de la cual se desprendía alguna piedra cayendo con estrépito sobre el pasillo que terminó desembocando en el espléndido oasis donde había sido vendido.
Bruno creía haber llegado al paraíso. Su mente se abría a una nueva dimensión donde no eran necesarias las palabras para comunicarse. La sensación de bienestar era total. Su cuerpo no sentía dolor ni cansancio alguno aún después de haber estado trabajando en la recolección de las frutas durante horas, siguiendo las indicaciones que recibía su mente. Se sentía feliz de su nuevo estado de esclavo, asumido y despreocupado.
Se sorprendió viendo que allí se vivía al aire libre ya que no existían construcciones de ninguna especie. Ni chozas ni palacios, sólo el cobijo de los árboles que además de proporcionarles comida eran sus moradas. Finalizada la cosecha, al igual que los demás se recostó debajo de un árbol y comió frutas. La sensación de bienestar se transformó en una deliciosa laxitud.
Una mujer se acostó a su lado, ofreciéndole sus labios y cubriéndolo de caricias hasta lograr unirse carnalmente con él. Debió recurrir a su experiencia de amante parisino y unirla a la exuberante fogosidad de su sangre italiana para poder saciar la exigencia de la mujer en repetidos orgasmos. Finalmente pudo descansar algunas horas al llegar la madrugada. El concierto de suspiros y quejidos que provenía de los otros árboles indicaba que toda la comunidad estaba ocupada en las mismas tareas.
En la mañana repuso sus fuerzas alimentándose con más frutas y volvió a su trabajo de recolector. Después de haber llenado varias canastas en largas horas dedicado a su tarea, la oscuridad devoró la luz del atardecer y lo encontró recostado bajo el mismo árbol pero con una mujer distinta. Ellas rotaban en la elección del esclavo a su antojo, sin celos ni peleas. Bruno comenzaba a aceptar las desventuras pasadas e incluso su cautiverio con resignación, casi satisfecho de las fatalidades que la Providencia había puesto en su camino.
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