Se preguntaba por qué la había mandado llamar Charles. Era muy temprano para la vigilia de medianoche, no se había peinado, y el lugar todavía estaba medio vacío.
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Se habían esmerado en la decoración de la pista con miles de rosas rojas, iluminada con candelabros y velas. Además habían cubierto las paredes de cemento con tapices que representaban escenas caballerescas de caza y amor. Cuando llegó al círculo de muchachos que rodeaban a Charles, él estaba metiendo en una bolsa de terciopelo negro el último trozo de torta reseca, quemada en las cenizas de los huesos del carnero. La sacudió y la pasó a la ronda. Cada uno tomó sin mirar una pieza hasta que no quedó nada, mientras las muchachas silbaban y chillaban desde la pasarela, según lo que le tocaba a cada uno.
–Felicitaciones Bela –Charles le estrechó la mano con ceremonia a un chico espigado de diecinueve años que había sacado el trozo totalmente carbonizado–, eres el Rey del baile.
Todos rieron, las mujeres que ya se habían producido rodearon a Bela con gran alegría, y las demás corrieron a terminar sus preparativos. Spec se acercó a Charles, que abrazaba los hombros de Lina observando a los mozos terminar de abrir los cajones de champán y vino tinto importado.
–Sí, ya sé que hay dos policías que están vigilando –lo tranquilizó–. Por eso les mandé a las hermanas Leroi para que los entretengan.
Lina se apartó y subió lentamente los peldaños para que no percibieran su temblor. No le interesaba que hubiera mandado a sus amantes a seducir o matar a los policías, pero si estaban allí era prueba que ellos sabían. ¿Vendría esa misma noche? ¿Debía avisarle a Charles que Vignac seguía vivo? No, le pertenecía. Quería enfrentarlo. ¿Quiénes serían sus aliados esta vez? Eso era lo que más temía.
–Massei dijo por celular que estaba saliendo para acá –comentó Sebastián, cuando Vignac los alcanzó en el estacionamiento, donde esperaban hacía una hora–. ¿Qué le habrá pasado?
–¿Por qué no esperamos? –preguntó Dasio, tomando de la valija el rifle que Vignac le indicó mientras él sacaba del jeep un cofrecito antiguo, del tamaño de una caja de zapatos, para luego ponerse al hombro un bolso deportivo alargado que en lugar de palos de golf iba lleno de armas y municiones.
–¿Para qué esperar? –replicó Vignac, impaciente–. La policía está en camino, y quiero encarar a esos vampiros antes de que lleguen los oficiales.
La música estridente se escapaba del interior y los bajos retumbaban bajo sus pies. Dasio y Sebastián le avisaron que tomarían la salida de emergencia, mientras él iba por la principal.
El patovica que controlaba la puerta lo detuvo, con brazos que eran moles de músculos:
–Es una fiesta privada, ¿tiene invitación vip?
Era un humano. Los vampiros no necesitaban todos esos esteroides. Vignac se pasó el cofre al brazo izquierdo mientras rebuscaba en su sobretodo, y sacó, para sorpresa del guardia, que al menos esperaba un soborno, una pistola de fino cañón.
–No, tengo esto –el guardia amagó con írsele encima, pero él no cedió un centímetro ni se alteró, y el musculoso decidió que iba en serio. Vignac le aconsejó–. En un momento viene la cana. Colabora con nosotros y no te pasará nada.
La pista estaba llena de parejas bailando abrazadas, la música tronaba, y entre el hielo seco y la luz titilante de velas era difícil distinguir los rostros de los invitados. Por otra lado, no llamaban la atención en la confusión. Vignac sentía que le hervía la sangre a cada pantallazo de un rostro que le parecía conocido pero se esfumaba en la oscuridad. De pronto, le pareció ver a Lina entre la bruma naranja, charlando con alguien que permanecía de espaldas, un hombre alto con una casaca negra bordada en oro.
–¡Es él! –balbució, sumergiéndose en el gentío que le tapaba la escalera por la que la pareja había desaparecido.
La mujer lo había visto entrar, y tomando el brazo de su acompañante, le pidió que la llevara arriba.
–¡Por los clavos de Cristo! –gritó Dasio, luego de que forzaron la puerta y llegaron a un privado donde dos parejas se estaban acariciando sin percibir para nada su presencia.
Al fin una joven se percató de los dos caballeros con sendas cruces sobre el pecho que portaban armas y les apuntaban a ellos.
–Por la salvación de sus almas, deben marcharse de este sitio infame –continuó Dasio, que a veces se encendía en su misión santa.
No le hicieron caso. En su lugar, uno de los hombres se tiró sobre él, y de no ser interceptado por la patada de Sebastián, lo hubiera derribado. Los caballeros corrieron por un pasillo oscuro que desembocó en un gran espacio donde la música los aturdió.
Alguien dio la alarma y el dj bajó la música lo suficiente para captar la atención de los asistentes. Spec, de pie sobre un banco de la barra, ordenó que atraparan a los intrusos. Por prevención, Sebastián ya le estaba pegando a los dos tipos que tenía más cerca, y Dasio se volvió, chistando, para apuntarle a los que venían detrás.
Vignac había logrado alcanzar la escalera desapercibido, pero al cesar el ruido pareció que todos los ojos se volvían hacia él. Entonces, hizo saltar la tapa del cofrecito, y mientras elevaba el rifle como amenaza, porque sin duda no podía derribar a toda esa multitud, dejó ver el objeto envuelto en vendas arcaicas, polvorientas.
La marea de gente que amenazaba ahogarlos se detuvo de repente. La mujer que se había tirado sobre Dasio, resbaló al piso en pleno vuelo, inerte. El caballero miró a su alrededor: el cuadro se había detenido extrañamente en cuanto Vignac acercó a un candelero lo que parecía un pedazo de momia. ¿Qué era esa antorcha vieja? Vignac trepó los últimos escalones tras darle al asombrado Dasio la tea encendida, que no era otra cosa que una mano reseca sacada de un cementerio, y cubierta de una grasa maloliente.
–El efecto no dura mucho. Esta es la mano de gloria, la mano de un criminal que murió ahorcado –explicó con naturalidad, pero advirtió–. Mientras sigan encendidos los dedos de este despojo, todos permanecerán como dormidos, pero alguno puede reaccionar así que tengan cuidado.
Cuando llegó al entrepiso junto con Sebastián, habían perdido de vista a Lina. Sin luces, sólo contaba con el resplandor vacilante que salía de una oficina para ver entrar una figura con larga capa. El caballero empuñó su pistola y Vignac empujó la puerta adornada con una trenza de hojas frescas y flores blancas.
–Ahí estás, monstruo –susurró, apuntando y disparando al hombre de negro, que estaba sentado en un amplio sillón, esperando.
Recibió el tiro en el hombro izquierdo, pero logró pararse y abalanzarse sobre el atacante con un gruñido. Resonó un grito agudo y Sebastián se volvió, sorprendido, notando por primera vez a la joven que los miraba con horror, parada junto al escritorio. No pudo dispararle. Alejandra era casi una niña. Se acercó poco a poco, pero cuando ella comenzó a chillar de nuevo la tomó y le tapó la boca con brutalidad. Alejandra lo mordió, él trató de desprenderse, aguantando el dolor, y al mismo tiempo vio que Vignac necesitaba su ayuda. El vampiro lo estaba tratando de asfixiar y se le había caído la pistola.
Pero Vignac no se daba por vencido: sacó una navaja del bolsillo y apuñaló al atacante entre las costillas, deteniéndolo por unos instantes, suficientes para buscar el arma que se había resbalado bajo la mesa.
Sebastián le había dado un culatazo en la cabeza pero el vampiro no cejaba, y Alejandra, llorando, se le colgó del brazo para que no pudiera disparar. Vignac ya se había repuesto: sus dedos tocaron la pistola, y con un último esfuerzo, la dirigió y apretó el gatillo. El primer tiro salió hacia el techo, luego pudo doblar el codo y vaciarle dos balas en el corazón. El vampiro rebotó sobre el sillón.
–¡Bela! –gritó una mujer que había entrado en la refriega, liberando a Alejandra de brazos del caballero.
Sebastián, que parecía a punto de perder los estribos, se volvió hacia Vignac, y este declaró con calma:
–No se trata de Charles, el que buscamos. Yo cometí un error… por su ropa y estatura, estaba oscuro… Tú maldita ¿estabas con él? ¿Dónde está Niobe?
La aludida lanzó una carcajada cáustica, y explicó:
–Soy Sofía Stirgep. Ud. debe conocer la tradición del rey sustituto. Por un día en el año disfruta de todos los honores, incluso esa linda bata. Su nombre era Bela. Charles no estaba conmigo, y Niobe tampoco está aquí.
–¡Cuidado! ¡Ahí vienen! –gritaba Dasio, que venía corriendo sin aliento por el pasillo–. ¡Se despertaron!
Sebastián vació un cargador disparando al aire a ver si detenía al grupo que le pisaba los talones a su amigo. Vignac eligió un arma del bolso que llevaba, y también sacó una botella de plástico. Contenía combustible, en caso de tener que prender fuego para crear una distracción. De pronto, algo siseó por el aire y se clavó en el marco de la puerta frente a su nariz. Sofía había quitado su navaja del costado de Bela, y se la arrojó para detenerlo.
–Alto, señor Vignac. No puedo permitir que traten de incendiar el club con todos adentro. Salvo que quiera quedarse a morir con nosotros…
Dasio y Sebastián suspiraron. La idea de Vignac podía resultar una trampa mortal en ese lugar con tanta gente y salidas estrechas. La ventana parecía una opción: había una escalera de escape que daba a un baldío en la parte de atrás del edificio. En el aire nocturno, escucharon las sirenas de policía parando en la calle. Sebastián apartó a Vignac de la vampira, los dos parecían listos para agarrarse del cuello. Estaban encerrados entre esas paredes, con una jauría sedienta de su sangre en la puerta.
Bela estaba en sus últimos momentos de agonía, un líquido negro manchaba las manos de Alejandra, que trataba de retenerlo aunque fuera un poco, porque parecía querer decir algo. Acercó el rostro a sus labios, estremecida. En el silencio que siguió se oyó claramente su débil voz.
Bela expiró su último aliento. Alejandra corrió a refugiarse con su padre, quien venía a la cabeza de un pequeño grupo a ver qué había pasado. Al mismo tiempo, la policía tiraba las puertas abajo, dándoles otra cosa en qué pensar. Spec se volvió, solemne, y preguntó a Sofía, quien sonreía satisfecha:
–¿Qué quiere decir con que esta no era la tierra consagrada? ¿Charles y Niobe, donde se encuentran? |