- Señor, durante la época de los carnavales, del fondo del río Apurímac, sale una hermosa mujer vestida de blanco, tocando una tinya, una quena y cantando bellas canciones de amor que jamás deberás escuchar- me advertían.
Fue una noche antes, o la noche del día siguiente; no lo sé. Tampoco tiene importancia si fue un instante, varios días, muchas semanas, meses o años. Lo cierto es yo conocí las maravillosas profundidades del río Apurímac.
Se puede decir que un milagro me salvó, porque así desesperado como estaba siendo arrastrado a la deriva sobre las salvajes aguas de ese río que cae a plomada desde alturas nevadas, solo tenía derecho a desear que mi cadáver fuera hallado y sepultado en santo lugar, porque ya sentía el vértigo del remolino de Cunyac, que atrapa y muele todo aquello que viaja sobre la superficie, para arrojarlo por pedazos, diez kilómetros más allá, sobre las arenas de las playas de Cconoc.
Recuerdo que caí en una catarata que girando vertiginosamente, no acababa nunca, hasta que aquel tumulto de espumosos rugidos mezclados a los quejidos de las angustias de mi agonía, fueron súbitamente conjurados por una hermosa melodía que habitaba toda aquel húmedo espacio y absorbía mansamente aquel perverso torrente, y solo quedó en todos los espacios de aquel mágico lugar sin nombre, la omnipresencia de una canción jamás escuchada por mortal alguno en el lecho de ningún río, convenciéndome definitivamente, que me hallaba más allá de la muerte, incluso más allá de todas mis existencias.
Tras esa la líquida y luminosa canción se apareció ¡Ella!, para conducirme a las lindes sin lugar de su mundo. Allí vivimos como peces ociosos, gozando de todas las transparencias, consumiendo y siendo consumidos por un amor que vivió mucho antes del comienzo de los infinitos y que traspasaba nuestros cuerpos con la luz de millones de estrellas que nos revelaban su grandiosa eternidad.
Las cosas nos mostraban los signos de sus secretos; los animales y las plantas, la bondad de sus existencias en la inmortal cadena de la vida. El tiempo sin apelar a recuerdos ni afanar futuras ilusiones me decía que todo lo de ahora era desde antes y para siempre; y dentro de toda esa colosal fantasía mi alma tenía un sitio real, para descansar sus fatigas. Un espacio muy bueno y más bello aun, que el pan y el amor juntos.
Ahora recuerdo que en esos instantes eternos gasté todo lo que quedaba de mi pobre vida, pero solo así comprendo el sentido de todo aquello porque me muero.
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Este espejo que me muestran mis salvadores, solo me revela el rostro desesperado de un agónico alucinado. Yo no sabría qué decirles, como tampoco sé si puedo darles noticia de algún hombre que con mi apariencia, recuerdos y sentidos, se haya salvado milagrosamente de las traidoras aguas del río Apurímac, y luego de ese milagro se haya puesto ha trajinar por los cerros, los barrancos y las quebradas que flanquean ese salvaje torrente, implorando a viva voz con un solo y loco estribillo, a un fantasma que no le escuchaba:
!Sirena, morena,
llévame pues,
si eres buena¡
¿Quién podría llegar a semejante desvarío? Eso solo puede sucederle a quien como yo no conoce las profundidades del río Apurímac.
¡Ojala! se fueran todos estos infelices que me miran llorando con sus desdichadas caras de tristeza, para decirle al señor cura que esta aquí, a mi derecha, que me dejen dormir en paz, y me cierre los ojos, por si estos, aun alucinados, hubieran quedado abiertos.
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