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Un sorbo de mis propios fantasmas es la medicina que prescribo para mis años de soledad. Contenida por el cristal de mis desvelos, la dorada bebida se infiltra en mi ascendiendo por mis fosas nasales hasta tomar su puesto de avanzada en las colinas de mis recuerdos de vida y desde allí, poner en marcha su plan de desembarco hasta tomar por completo la cabeza de playa, en una oleada de melancolía que sacude mis emociones hasta arrancarme el desconsuelo de las entrañas y vertirlo nuevamente en el vaso de whisky, rellenándolo hasta completar mis desvaríos; turbando mi visón en el fragor de la batalla y ausentándome por un tiempo, dejando abandonada mi alma a su propia suerte.
Allí está ella de nuevo, flotando entre mis pensamientos; conformando mi atmósfera con su grácil cuerpo desnudo bailando a mi alrededor; acariciando mi sien con sus cabellos cobrizos escondiendo su persistente mirar y su cínica sonrisa; ostentando la osadía de estar aquí donde debería estar su ausencia; manipulando mis ideas con mi pelo entre sus dedos, mientras me duermo en su pecho, aunque ni en ese sueño pueda acabar por deshacerme de ella. Sin embargo ya no ronda en mi su lujuria misteriosa ni sus ardides de engaño; como tampoco encuentro angustiante recordar su mórbida fascinación por hacer de mis amigos sus amantes, a escondidas de sus prejuicios y a la vista de mi celosa mirada. Mi embriaguez deriva en la encrucijada de saberme amado por su rebeldía o sufrir el dolor que su espíritu me impone solo con acecharme desde su oscuridad nudista, emplazando su belleza en todo punto al que dirijo la mirada, como la condena de venerarla, más que un castigo por haberla matado.
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Texto agregado el 22-02-2010, y leído por 72
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