Fedora
Me hablaron hace tiempo de una mujer de pelo blanco y rostro morisco, oriunda de una capital lejana y exótica, que por la tardes suele frecuentar la estación de subtes de Plaza Italia.
Ella escribe versos y bellos poemas a los que algunos atribuyen poderes mágicos ya que difícilmente dejan de llegar al corazón de quien los recibe.
Sentada en un banco del andén desplegaba su arte mientras observaba al mismo tiempo la llegada de cada tren.
Una tarde al comienzo de este verano que aun transcurre, decidí hacerle una visita.
Ni bien llegué a Plaza Italia, bajé del coche no exento de cierto nerviosismo, me sentía intrigado ante la incógnita de cómo sería la mujer que estaba próximo a conocer.
A poco de caminar unos pasos, me pareció verla al final del andén, estaba acomodada en un asiento, un tanto apichonada.
Me acerqué lentamente y a medida que lo hacía presentí que iba al encuentro de una persona singular.
Según me habían informado, su nombre era Fedora, un nombre nada vulgar por cuya virtud aumentaba mi curiosidad.
A medida que me acercaba ella percibió que yo caminaba a su encuentro, levantó la cabeza y fijó su mirada en la mía.
Se produjo de inmediato en ese cruce, una corriente mágica de sensaciones y presunciones, nos miramos, mientras le alcanzaba la mano para ayudarla a que se incorpore y nos estrechamos en un abrazo cual dos viejos conocidos que no se ven por mucho tiempo.
Tenía puesta una pollera larga tipo hindú que le cubría las piernas, su rostro alargado de color moreno y el pelo plateado que le bajaba hasta la cintura hacían resaltar la belleza y el misterio de sus hermosos ojos negros.
Fedora –susurré.
Andre, -me respondió-, sabía que pronto ibas a llegar.
Tardé unos minutos en recobrar la compostura, la gente se acomodaba en los andenes esperando la próxima formación, subían y descendían de los vagones con absoluta indiferencia, luego el ruido ensordecedor que se alejaba lentamente por la caverna oscura buscando un nuevo destino.
Me resultó asombroso que ella supiese mi nombre, y aun a pesar de sentirme descubierto, una singular placidez se apoderaba de mí.
Su mirada me llegaba mansamente transmitiéndome mensajes enlazados al fulgor que emitían sus ojos.
Fedora, ¿quién te habló de mí? –murmuré con la voz entrecortada-
¿Que te llevó a suponer que te estaba buscando? –pregunté.
Ayer, fue ayer por la tarde mientras juntaba mis cosas para volver a casa –contesto. Una vibración que no logro definir, -expresó sin mirarme.
¿Y que más, pregunté? mostrando cierta ansiedad.
Fedora permaneció en silencio, me ardían las manos y sentía flojas mis rodillas.
Voy a dejarte en este bolso mis recuerdos y mis secretos –atinó a decirme.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no hallé coraje para decirle que no se vaya.
Ella apoyó sus labios en los míos y acarició mi cara con un gesto de ternura.
Me acurruqué en el asiento aferrado a sus bolsos. Vi como se trepaba al primer vagón, y el tren que se alejaba inexorable por el hueco negro del nunca más.
Andre, laplume, verano del 2010.
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