Entusiasta entraba y salía bajo el filo de su mente, consumiendo la saciedad de su descarga, en los despojos de una deidad informe. Y la tarde caía púrpura, abierta al miedo y al espanto en medio de la nada, para resucitar en el letargo de la noche. Allí su piel conspiraba en una lujuria somnolienta, carente de limitaciones, que le daba paso a la monstruosidad como único retorno de su vida. Y las manos destilaban el sabor de cada víctima como dos garras hurgando entre la carne, inmerso en los sabores que lo habían gestado, amorfo y siniestro, enredado entre las vísceras. Al principio creí en él, como una polilla atraída con la luz de su semblante, luego, la ingenuidad agitó el deshielo de mi sangre. Temí lo enfermizo de sus ojos aferrados al infierno, los labios palpitando con la muerte, el llanto como una oscura realidad de lo siniestro. La sala de disección, los ganchos colgando paralelos, el olor flotando con mi piel, los gritos lacerados recorriendo las paredes, el acero como un río itinerante yendo y viniendo de mi vientre, la soledad. Después, sólo el chillido de mi cuerpo oscilante, junto a los cadáveres que se proyectaban en la penumbra.
Ana Cecilia.
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