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Inicio / Cuenteros Locales / deletreando / Los Hijos del Fuego - Capítulo IV

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La sangre que aún manaba del cuello de Guillermo había empapado las sábanas y caía por el costado de la lujosa cama de bronce; salpicaba el suelo y se filtraba por una hendija en el piso de madera. Caía sobre uno de los animales que estaban albergados en la planta inferior y sobre el pienso con que se alimentaba, formando un hilo que pendía del techo del establo y aumentaba de grosor a medida que se coagulaba..
Los chillidos de Nella despertaron a María, que abrió la puerta de comunicación con la habitación de su esposo. El horror la paralizó sólo unos instantes; luego comenzó a proferir gritos de espanto llamando a los sirvientes que, a medio vestir, entraron al dormitorio e intentaron contener a la criada. Ésta, con la cara salpicada y las manos ensangrentadas se defendía con el cuchillo mientras aullaba enloquecida. Después que hirió en el brazo a uno de ellos pareció recobrar la razón y, arrepentida, se acurrucó en un rincón como animal asustado. Sus compañeros aprovecharon para arrebatarle el cuchillo.
La muchacha, con su largo cabello negro desordenado, vestida apenas con la ensangrentada camisa de dormir, lloraba tapándose el rostro con las manos. Las lágrimas mezcladas con la sangre se deslizaban por el reverso de ellas y caían sobre sus pechos desnudos, haciendo más patético el cuadro. La desdichada niña no comprendía qué había sucedido. Su inocencia no tenía noción de la lujuria que su cuerpo joven y bello despertaba en los hombres.
Pasó la noche en su habitación donde la habían encerrado, llorando sobre la almohada manchada con la sangre que las lágrimas desprendían de su cara. Era tal su desconsuelo que ni siquiera advirtió cuando se orinó en las sábanas.
El amanecer la sorprendió hecha un guiñapo, sucia y transpirada en una habitación donde los olores fétidos se sumaban al habitual de la humedad. A pesar de ello su nariz sólo percibía el de la sangre seca que quedaba sobre su rostro.

Esa mañana fue llevada ante el magistrado, juzgada sumariamente y condenada a ser colgada de un árbol al anochecer. Se escogió un árbol que estaba a pocos metros delante del castillo. Una gruesa rama que se había desarrollado en forma horizontal sirvió para pasar por ella la soga con el nudo corredizo.
Parada sobre una pequeña mesa de madera, con la soga pasada por el cuello, la desolada niña, con la vista clavada en el horizonte tapado por negros nubarrones, no alcanzaba a comprender porqué el monje que se había acercado a ella le repetía “Arrepiéntete de tu pecado”.
Ella recordaba que alguna vez había tomado algún trozo de queso de la alacena sin permiso. Recordaba también que se había atrevido a probar ese dulce licor que estaba en el botellón con el que su ama convidaba a sus amigas. Pero no recordaba más pecados, al menos ninguno que su retrasada mente pudiera juzgar tan grave como para merecer el castigo que estaban por aplicarle. Le habían atado las manos; era evidente que la castigarían mientras toda esa gente la estaba mirando.
Apenas el monje trazó sobre ella la bendición, el verdugo hizo avanzar el asno que estaba atado a la mesa. Esta se deslizó bajo sus pies y la muchacha cayó pesadamente. El nudo corredizo aprisionó su cuello y dejó de respirar.
Murió a la vista de todos para que el castigo fuera ejemplar, tanto como merecía la vileza de levantar la mano armada contra el señor de la comarca. Y para que lo fuera la dejaron colgada toda la noche.

Por la mañana, el magistrado se hizo presente para completar los detalles de la ejecución. Durante la noche había llovido mojando abundantemente la camisa de dormir de Nella que se adhirió de tal manera a su joven cuerpo que parecía desnuda.
Al verla cruzó por la mente del magistrado la idea que lo inducía a aprobar la actitud que Guillermo había tenido la noche anterior. Dispuesto a evitar el escándalo que tal pensamiento provocaría si fuera advertido y seguramente compartido por muchos de los hombres, ordenó que la bajaran para enterrarla porque el cuerpo comenzaba a dar mal olor.

Los suegros de Guillermo dispusieron para él un entierro sin mayores pompas, en un infructuoso intento de que las causas de su muerte no trascendieran fuera de su entorno y llegaran a las cortes.
Antonio Monegario y su esposa se alojaron a partir de entonces en el castillo, dejando su comercio y sus pastores al cuidado de Bruno, deseosos de atender a María durante los últimos meses de preñez y secretamente contentos de pasar a actuar como señores feudales.
Su presencia en el castillo se hizo necesaria; la salud de María había quedado resentida, afectada por los episodios relatados. La humillante muerte de su esposo la sumió en un irascible estado de ánimo que debieron soportar los sirvientes, a quienes arrojaba con fiereza los alimentos que le servían, lastimando alguna vez a más de uno. No se alimentaba y pasaba el día llorando en su cama, dando muestras de no querer continuar con la gestación del hijo de ese hombre tan despreciable que había sido su marido.
Incluso la armadura fue objeto de los malos tratos de María porque representaba algún tipo de ligazón con la sangre de Guillermo. Sus padres en cambio la consideraban un signo de hidalguía y por esa razón querían mantenerla a la vista, en la sala. Se ocupaban de reinstalarla cada vez que un ataque de María terminaba con las partes diseminadas en el piso.
Finalmente llegó el día en que nació el hijo de Guillermo que conservaba los rasgos y el cutis colorado de su padre, aunque resultó rubio. A pesar de los esfuerzos de los médicos que la atendieron, María falleció en el parto. Los abuelos se hicieron cargo del niño y lo bautizaron con el nombre de Antonio, manteniendo el apodo “Hijodelfuego” que ya pasaba a ser un apellido.

Texto agregado el 20-02-2010, y leído por 92 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-02-2010 Sigue muy interesante y realmente atrapante esta historia , un placer leerte =D mis cariños dulce-quimera
21-02-2010 Bueno, no me caben dudas de tu perfecta narrativ. 5 Catman
 
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