No habían pasado más de un par de años desde que Nella llegó al castillo. La mejor alimentación que recibía era evidente; su desarrollo adolescente mostraba la recuperación del atraso de los años de hambre. La señora le permitía utilizar alguno de sus viejos vestidos que ella lucía por necesidad, pero lo hacía como las niñas que juegan con las prendas de sus abuelas. Su retrasada mente no progresaba según su físico.
Como siempre, ella higienizó, peinó y sirvió el desayuno a su ama para dedicarse luego a las tareas de limpieza.
A media mañana, la anciana señora entró al salón y abrió los ventanales permitiendo ingresar la luz y la agradable brisa que danzaba acompañada de los aromas del jardín, donde movía apenas las copas de los arbustos. Se acercó a la armadura y con toda naturalidad la abrazó. Luego, lentamente, estropajo en mano, comenzó a limpiarla.
“Mi señor ha cumplido la promesa de regresar”, comentó a la criada en medio uno de sus relatos llenos de recuerdos amorosos. “Me duele que deba volver a la batalla”, protestó.
Nella movía su cabeza afirmativamente, mirándola fijo, sin entender. Guillermo, en cambio, la movía de un lado a otro, advirtiendo que su madre cada vez estaba más loca y la criada cada vez más apetecible.
Por ahora debía ocuparse de resolver su maltrecha economía y trazaba planes al respecto.
Su amigo Bruno Monegario, hijo de un comerciante en lanas dueño de importantes rebaños, rico burgués plebeyo, lo invitaba asiduamente a visitar su familia que se desvivía por atenderlo.
El notaba que tal desvelo estaba dirigido a casarlo con María, la hija soltera, con el ánimo de que la familia emparentara con la nobleza que su baronía representaba.
“Presa fácil”, pensaba. El trago amargo del asunto era que María no era para nada agraciada ni divertida como las mujeres que él estaba acostumbrado a tratar y conquistar. Culta, mojigata, flaca y desgarbada, sólo sonreía cuando tocaba la cítara en las reuniones familiares.
Su acuciante situación económica lo empujó a aceptar el juego cuando su potencial suegro le ofreció un préstamo que le permitiría restaurar el castillo.
Comenzó a visitar a María. Paseaban por los jardines y conversaban de las pocas materias que a Guillermo le habían parecido interesantes en París. Los paseos que inicialmente fueron vespertinos, terminaron por extenderse hasta las primeras horas de la noche, con el beneplácito de don Antonio que veía cumplirse su plan. El joven cautivaba a la heredera con sus habilidades de conquistador.
El resultado fue el arrebatador enamoramiento de María que ya estaba dispuesta a rendirse a sus hechizos bajo las encendidas estrellas, olvidando principios y enseñanzas. Pero Guillermo sacó a relucir sus dotes de gentilhombre y, sin gran esfuerzo, respetó la pureza de la joven. Ganó así la confianza del acaudalado suegro, hombre hecho a la vida, que había advertido la debilidad de su hija y decidió que el matrimonio debía ser celebrado de inmediato.
Se preparaban los festejos cuando repentinamente Fiamma enfermó y en pocos días se produjo su deceso. La fiesta fue transformada en pomposos funerales como correspondía a una familia de la nobleza, aunque no por eso se suspendió el casamiento, que se celebró de forma privada y sencilla.
Guillermo y su esposa pasaron a habitar el castillo remodelado con el dinero del suegro. La restauración no modificó el lugar que se había ganado la armadura, tal como lo sugerían la prudencia y el temor.
El flamante esposo debió atender a su deber en el lecho matrimonial que se instaló en la que había sido la habitación de Fiamma.
Nella pasó al servicio de la nueva señora que la acogió con el mismo cariño que le había dispensado la anterior.
Era costumbre que la esposa ocupara la habitación nupcial y el esposo otra habitación contigua que se comunicaba con la primera a través de una puerta que sólo el esposo abría cuando deseaba dormir con su mujer.
Poco tiempo duró la armonía del matrimonio. María celaba las salidas nocturnas de su esposo que generalmente regresaba borracho. En ese estado alguna vez abrió la puerta de comunicación de las dos habitaciones. La mujer se embarazó y a partir de entonces fueron cada vez menos frecuentes sus visitas.
Una noche de verano, Guillermo volvió al castillo en su habitual estado y vio entreabierta la puerta de la habitación donde dormía la criada, con sus muslos descubiertos y sus pechos desnudos que subían y bajaban acompasadamente con la respiración. Ella se despertó al oír el rechinar de la puerta y asombrada vio como su señor se arrojaba sobre ella, tapándole la boca. La penetración le produjo un fuerte dolor; no entendía por qué razón el señor la estaba lastimando.
No hubo palabras. Guillermo se levantó, se dirigió a su habitación y se tiró boca abajo en su cama, abandonándose a la suavidad del colchón. Flácido y borracho se durmió inmediatamente sin remordimiento alguno.
Nella quedó en su habitación estupefacta; su retrasada mente no alcanzaba a comprender lo ocurrido. Daba vueltas en la cama pero la rabia, la angustia y el dolor no le permitían dormir.
Decidida se dirigió a la cocina, tomó el cuchillo que usaba para degollar las gallinas y rápidamente entró a la habitación de Guillermo. Esgrimiendo el cuchillo a modo de hacha, de la manera que lo hacía con las aves, lo descargó repetidamente en el cuello del hombre mientras gritaba “¡muere, muere!”
En ese momento, la armadura que estaba en el salón pareció perder el sostén que le ofrecía la espada y cayó con gran estruendo, en el intento de proteger a su hijo.
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