Cuando la humanidad logró restablecerse de la angustia y el miedo provocados por el hecho de llegar a la finalización -anunciada como apocalíptica - del primer milenio, se sintió extraordinariamente viva y produjo hechos singulares. El temor había sido reemplazado por la esperanza.
El mapa de la geografía universal cobró mayor dinamismo y los límites territoriales fueron modificados por invasiones frecuentes de unos vecinos sobre otros. Guerras de dominación y disputas entre ciudades que se atribuían autonomía e intentaban sojuzgarse mutuamente, se desarrollaban en el territorio fragmentado ya en un caos total de gobernantes, reyes, señores feudales y dogos.
En esa época, en la vasta y fértil llanura, al pié de las Grandes Montañas, se desarrollaron los acontecimientos que dieron origen a la historia familiar de quienes llevamos el apellido que, en caprichosa alusión, se refiere a los “Hijos del Fuego”.
Capitulo I
Luego de una noche apasionada, la pareja descansaba en la habitación del palacio a la que se llegaba después de atravesar un corredor custodiado por los soldados más fieles. El alba se avecinaba despertando a los pájaros que habitaban los jardines y saludaban el día con una ronda de trinos. Éstos, al penetrar por la ventana semiabierta, eran acompañados por un tenue haz de luz, suficiente para adivinar los cuerpos desnudos cubiertos sólo en parte por las sábanas de seda.
Hombre y mujer vivían su amor olvidando la guerra, la política y las intrigas palaciegas cómo dos adolescentes, a escondidas y con la intensidad sublime de lo prohibido. Los ocultos jardines les permitían pasear abrazados en senderos perfumados por las flores que acompañaban su felicidad. Se acariciaban con la premura de aprovechar cada instante del tiempo que - por su brevedad - no podía ser desperdiciado en temores. Cada pájaro era un clarín que anunciaba su amor, cada pimpollo un brote de vida joven que impulsaba sus ansias, cada despertar era la buena noticia de un día más para gozar la presencia del otro.
El inesperado embarazo de Fiamma – así la llamaba él por la fogosa relación – opacó tanta felicidad. Los signos de la gravidez denunciarían el adulterio. Murmuraciones en la corte, secretos que ya no lo serían.
Por esa razón fue instalada en una lejana ciudad y en la desconocida residencia aguardó el nacimiento del hijo del todopoderoso monarca. Éste ordenó bautizarlo con el nombre de Guillermo y mantenerlo oculto por los monjes que se ocuparían de su educación. Fiamma, fue compensada con una Baronía por la que accedió a la propiedad de un castillo cercano al convento. Allí vivió los siguientes años acompañando el crecimiento del hijo que no conocía a su padre, ocupado en conducir las tropas que se desplazaban por todo Occidente y en visitar a la emperatriz y sus otros hijos establecidos en Francia.
El Emperador, sin embargo, no podía apartar de su mente a su voluptuosa amante y volvió a ella cuando la guerra lo llevó a las cercanías de la ciudad. Apaciguado el ardoroso reencuentro, estaban bebiendo ambos el vino frío que les alcanzaba un sirviente. Lo hacían sentados bajo la pérgola de glicinas blancas, en una terraza con vista a los montes del poniente que intentaban vanamente esconder un sol cuya luz aún coloreaba las nubes del atardecer, anunciando una noche serena, como aquella del baile en que se habían conocido cuando el monarca había entrado solemnemente a la fiesta. Ésta se celebraba en la suntuosa sala donde se destacaban los capiteles de las columnas en tonos de gris, celeste y ámbar, mientras la gran profusión de pinturas en las paredes reiteraba ninfas semidesnudas, dando a la celebración un carácter más bien licencioso.
Tanta magnificencia no había conseguido desviar la mirada del soberano atraída por la hermosa dama cuyo vestido rojo acentuaba sus senos exuberantes y su negra cabellera. Ella estaba junto su esposo, un noble que se había sentido honrado por el Emperador cuando la eligió para iniciar el baile.
Tiempo después, muerto en batalla el esposo, ella fue a solicitarle su intervención en un litigio con sus vecinos sobre la ocupación de unas tierras. Él la hizo pasar a sus habitaciones, aprovechando la presencia de los músicos que lo estaban distrayendo, para hacer que los laúdes continuaran sonando durante la entrevista y la cena que compartieron. Una guardia de soldados vigiló el pasillo y la entrada a la habitación durante toda la noche. A partir de allí los encuentros se sucedieron al amparo de justificaciones imaginarias.
Luego ella le dio ese hijo por el que sentía una especial inclinación. Estaba orgulloso de su parecido físico y de sus avances en los estudios según comentaban los monjes.
Ellos utilizaban como sobrenombre del niño un vocablo que podría traducirse como “Hijo del fuego” por ser descendiente de aquel fogoso guerrero de cabello rojo y de la apasionada Fiamma.
Ante la evidencia de que el parecido físico delataría su infidelidad en caso de adoptarlo como hijo, Federico Barbarroja aprobó el acierto del sutil apodo.
Guillermo fue educado en el conocimiento del latín y en el uso de las armas y las estrategias de la guerra, sí como en el ceremonial y las intrigas de la corte. Se destacó también en otros conocimientos como la oratoria, la poesía, la filosofía y la teología.
Su padre lo envió a París para completar su cultura y lo dotó de una pensión en dinero. Exigía a cambio que le escribiera y lo mantuviera informado de sus avances.
El joven observaba fielmente la exigencia del Emperador y, necesitado del dinero que le enviaba, escribía con asiduidad relatando progresos fabulosos que no eran tales ya que dedicaba su tiempo a la diversión en compañía de otros estudiantes que admiraban su capacidad para retener lo aprendido, pero sobre todo su éxito con las mujeres y su habilidad para engañar a su padre.
Pasaron los años y el Emperador, ya anciano, se integró a la tercera cruzada para recuperar la ciudad de Jerusalén, que había sido tomada por Saladino. Una de las razones que lo llevaron a unirse a la cruzada fue la de alcanzar las comarcas ignotas del Preste Juan, soberano cristiano que reinaba más allá de las tierras infieles. Su alianza le permitiría aplastar al ejército otomano atacándolo desde una posición no esperada. Por eso llevaba consigo el Santo Grial que era el regalo que el Papa enviaba al desconocido rey.
Su amante Fiamma lloró ante la noticia de la partida, sospechando que no volvería a verlo. “Regresaré” fue la promesa con que la despidió el anciano campeón que nunca llegó a Tierra Santa; cayó del caballo al atravesar un río y se ahogó, sumergido por su pesada armadura
Ante la posibilidad de entrar en combate, los Cruzados decidieron enterrar el cadáver en sitio oculto, junto al Santo Grial y la triple corona imperial, a fin de evitar que cayeran en manos de los sarracenos. Estas joyas de inapreciable valor mantuvieron por mucho tiempo la ambición de filibusteros y soldados mercenarios que intentaron hallarlas.
Luego continuaron el viaje manteniendo la armadura erguida sobre el caballo, sostenida por el espíritu de Barbarroja que había quedado atrapado en ella; de esa manera el enemigo no se enteró de su muerte y siguió viéndolo al frente de sus tropas.
La familia aún sigue creyendo que la armadura arrumbada como trasto viejo en la habitación donde escribo es la misma que utilizó el Gran Hombre y aún conserva prisionera su alma nunca redimida. Acompañó durante casi mil años a las distintas generaciones y es omnisciente custodia de la historia familiar.
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