Todas las tardes de aquel invierno fui a verla. Al principio no creí en sus magias por esa mala costumbre que tengo de no creer en lo místico. A fin de cuentas, nunca me sucedió algo fantástico antes de ese invierno.

Recuerdo muy bien que me miró a los ojos profundamente, como queriendo memorizar cada uno de sus colores (mis pupilas tienen más de un color por alguna extraña razón), tal vez queriendo armar el rompecabezas de mi existencia en unos cuantos segundos. Y lo hizo. Pudo verme de niño jugando a las escondidas. Haciendo muñecos de barro con los que escapaba del mundo. Pudo verme entrando a un auditorio en un país lejano, sin entender lo que decían y muriéndome de los nervios. Vio mi primer beso, mi primera cita, mi primer orgasmo. Me vio emborracharme por amores de antaño, y me vio construyendo cada uno de mis sueños.

En ese instante de visiones compartidas, pude verla allí conmigo, como si siempre hubiese estado presente en cada uno de esos momentos. La recordé mirándome en el parque cuando hacia mis muñecos. La recordé sentada junto a mí en aquel auditorio. La recordé vendiéndome flores el día de mi primera cita. De alguna forma había invadido mis recuerdos y se hizo parte de ellos.

Entonces escribió mis nombres (eso creo), todos los que tuve a través de las vidas. Pero uno fue repetido varias veces. Tal vez he sido la misma persona durante mucho tiempo, atrapado en un círculo de vicios y costumbres.

Alfonso. Alfonso. Alfonso. Alfonso. Alfonso.

Descubrí durante ese invierno unos cuantos secretos universales. Escuché el idioma de los fantasmas. Sentí como me dibujaban los pinceles de las constelaciones. Aprendí muchas cosas de mí mismo. Comprendí también, que hay alguien detrás del mundo, que lo imagina todo. Alguien que por capricho transcribe mi vida detrás de la luz opaca de un ordenador portátil. Y solo existo en ese invierno, con ese millón de nombres distintos y cinco iguales. A veces hablo, a veces pienso. Todo pude comprenderlo aquel invierno.