Jamás imaginé ni en el más loco de mis días aciagos en este ir y venir por avenidas y calles de la ciudad, que aquella mañana helada --como las más de éste febrero también alocado--, y justo al doblar la esquina que me separaba para subir al microbús, me topara de frente con aquella descomunal iguana.
¡Verde!, intensamente verde, con ojillos inquietos y vivaces, y la lengua rosada que, torpemente, se movía de dentro hacia fuera.
La calle desierta.
La iguana caminando directamente hacia mí. Detuve bruscamente mis pasos. Movió con lentitud una pata delantera balanceándose sobre el otro costado y manteniéndose en esta posición algunos segundos. Una iguana, ni duda cabía, las tenía en mi mente, perfectamente identificadas. Las había visto más de una vez asumiendo este andar lento y perezoso. Repitió el movimiento adelantando ahora la otra pata delantera, y de nuevo el balanceo hacia el otro costado. Descomunal su aspecto. Su mirada atenta a mi cuerpo.
Por mi mente la idea de salir corriendo, pero de nuevo la imagen recordando la manera en que, éstas bestezuelas, se yerguen sobre sus cuatro patas y cómo ágilmente despliegan velocidades nada despreciables dando la apariencia de apenas tocar el suelo.
Y aquí estamos pues solos esta mañana de invierno en la ciudad de México, yo, parado y absolutamente quieto, la enorme iguana con la mirada fija en mí, con ese bamboleo lento de su cuerpo acercándose sigilosamente, olfateando y oteando con la lengua. El animal lo tiene claro, lo he visto hacerlo en el Discovery, cuando esté a una distancia prudente, combinara tres acciones diferentes: uno, abrirá enorme la boca, dos, estirará cuidadosamente la lengua rosada y pegajosa, y tres, se lanzará ágil con las patas de adelante. A mí no me quedará otra cosa que tratar de hacerme un ovillo facilitándole mi deglución, y sobre todo, evitándome con ello un sufrimiento innecesario.
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