En la esquina diviso un local de Telepizza. Me habría zampado un bocado. Lástima que esté a dieta forzada, por mi escuálido presupuesto. Debo contentarme con un súper ocho añejo, que encontré entre los bolsillos rotos de mi vieja cartera.
Vengo de una cita en el World Trade Center capitalino. Que sitio más enorme e impersonal. Que diminuta me sentí entre esos grandes edificios llenos de espejos.
Cuando salí del lugar, crucé hasta el parque que bordea el río Mapocho, para caminar por sus vías hasta mi siguiente destino. Me quedé pegada mirando como unas gaviotas comían unos desperdicios que cazaban. Con los pies adoloridos, me senté en un banco cerca de la Plaza Italia. Es increíble que en ese lugar los Santiaguinos nos congreguemos a celebrar victorias o a liberar las tensiones de una derrota. Cuando cruzaba la calle, con una inestable velocidad (me cuestan los tacos. El feminismo no ha hecho mucho a nuestro favor en este sentido), me percato como unos gringos, con ese acento medio histérico, deciden su nueva visita turística.
Me senté a descansar. Ahí me descubrí lamiéndome por un trozo de pizza. Tengo los pies hinchados. Espero no me salgan ampollas. Me animo pensando, en que el resto del viaje será interesante. Pasaré frente al Diego Portales, rodearé el Cerro Santa Lucía y desfilaré frente a la Biblioteca Nacional. Continuaré varios metros pensando que lo siguiente que veré, será el Santiago en el cual he nacido y crecido.
Cuando llego al Barrio Meiggs, me dirijo a mi segunda cita. Una atareada dama coreana, mira mis datos y pregunta si tengo experiencia en ventas. Soy honesta: “No. Estudié computación, pero puedo aprender”. La mujer piensa. Decide devolverme el curriculum. Quiere gente más joven.
Valió la pena el viaje, pienso, al menos me ahorré un curriculum. |