A la semana de que el mismísimo gobernador de Tamaulipas inaugurara el tramo carretero Altamira - Loma Bonita, (-- poblado este ultimo, abandonado persistentemente del progreso--) hizo su aparición una suburban gris con cristales polarizados en la que seis sujetos con anteojos oscuros subieron a Don Rigoberto de la Cruz González, (--- rico tendero del lugar, dueño de un rancho y benefactor del pueblo--) fuertemente esposado.
El progreso siempre es beneficioso-- decía Don Rigoberto; a pesar de que desde su llegada, treinta y cinco años atrás jamás había puesto un pie fuera de aquel lugar; a lo mas que había llegado era visitar los ranchos circunvecinos, --a que chingaos ir a la ciudad si aquí lo tengo todo, puedo pescar, cazar, vivir; que vayan mi mujer y mis hijos, que se diviertan si quieren-- respondía invariablemente cuando le preguntaban porqué no salía.
Había llegado una mañana de diciembre. El día no más no abrió. La neblina muy baja. El viento arreciaba mas y mas, comenzó después la llovizna, el viento arreció, y arreció también la lluvia, en pocos minutos las calles empedradas del poblado eran auténticos caudales de río; el caserío era pobre, tal vez 100 casas alineadas alrededor de una placita en la que sobresalía una pequeña iglesia con dos torretas coronadas con sendas cruces, pintada de blanco y con un portón al frente. Fue allí a donde se dirigió aquel día, se presentó al Párroco y éste le permitió pasar la noche allí. Empezó con un tendejón medianamente puesto, que después los agentes viajeros la fueron surtiendo; con infinita paciencia, y sobre todo con un fino don de gentes la tienda de Don Rigoberto creció y creció también su simpatía; con el tiempo se fueron dando las cosas, Rigoberto de la Cruz González casó después con Elenita López, jovencita, hija de Don Manuel López López, rico agricultor del pueblo. Y llegó la abundancia y los hijos, 6 en total, y las participaciones en las fiestas del pueblo, las ayudas a la Iglesia, los arreglos a la escuela, el centro de Salud y el primer medico que también se quedó en el lugar, y las prolongadas partidas de domino, y las risas... y los recuerdos, esos que siempre estaban allí; por eso escudriñaba pacientemente el rostro de un nuevo vendedor, de un nuevo maestro, de un nuevo medico; por eso Elenita se hacía cargo de visitar la ciudad, de llevar a los chamacos a la escuela ( cuando tuvieron que salir), de la operación de Esperancita, cuando su amigo el Doctor le dijo: --Rigoberto, es una urgencia— aquella noche de espera, de impaciencia, Rigoberto conoció la angustia, la ansiedad, el miedo.
Jamás le vieron tomar ni una sola copa, ni una sola cerveza, ni siquiera el día de su boda o en el bautizo de alguno de sus hijos, pero siempre se le veía reír.
Cuando alguna autoridad de la capital llegaba ofreciendo programas para el progreso del pueblo, o cuando algún candidato hacía su aparición prometiendo las perlas de la virgen, Don Rigoberto invariablemente se refugiaba en su rancho o se alejaba durante días enteros a la pesca o a la caza, dejando entonces que Elenita se hiciera cargo de la tienda, además del hogar.
Todas las conversaciones giraban en torno de aquel lugar, nadie preguntó jamás por su tierra natal, o por sus padres, nadie. Incluso Elenita en algunas tardes de dudas veía aquellos ojos tranquilos y aquella sonrisa serena y lo olvidaba todo.
Durante los últimos 8 meses la inquietud de Don Rigoberto desapareció, los trabajadores que construían la carretera entraban y salían de su tienda, los Ingenieros mas de una vez invitados a su casa; --treinta y cinco años--pensaba Rigoberto, --¿quien chingados me recuerda?-- por eso aquella semana permaneció en casa y saludó al Sr. Gobernador, y comieron juntos, y fue presentado con el Sr. Secretario de Gobierno, y con el Presidente Municipal de Altamira, y una copita y porqué no; y se reía y miraba a Elenita, y la miraba tan guapa como siempre y Elenita reía con él, y se sentía orgullosa de él. --La Sra. Licenciada Carmen Zabaleta, Subsecretaria de Turismo del gobierno de México-- y sonriendo estrechó su mano y Ella devolviendo la cortesía también la estrechó; después ya nada fue igual, se quedó sentado en una esquina mirando atento el rostro de aquella mujer, y soportando sin inmutarse la mirada también atenta de la Sra. Licenciada. Y allí sentado se remontó de nuevo 35 años atrás, delante de él, el rostro muy joven de Carmen Zabaleta, suplicante primero tratando de evitar el abandono, el coraje después en una mujer despechada y con la añoranza de un feliz matrimonio. Se marcho desde luego, poniendo sin más tierra de por medio.
Frente a él también ella pensaba: Algo le encontraremos
La celda es fría, hay mucha corriente de aire; a través de los barrotes Rigoberto extiende la mano y toca el agua de lluvia. El cielo esta oscuro, el viento ruge; en su mente los caudales de agua en las calles empedradas de Loma Bonita.
Diciembre, 2000
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