Parientes cercanos de mi abuela, la familia aquella vivía en una inmensa casona. Allí se esparcían en las inmensas habitaciones, abuela, padres hijos, primos y nietos y otros habitantes, que no pertenecían a ninguna de las categorías ya mencionadas. Edison es una calle paralela a San Pablo, sin la gloria de aquella, pero con sus propias particularidades. La calle ha sabido convivir con su sino, alojando en sus riberas casas antiguas y árboles frondosos. Allí se levanta la casa mencionada y allí vivió y aún sobreviven algunos de aquellos protagonistas. Era gente amable, querendona y solidaria, nunca faltó el plato de comida para el que llegaba muerto de hambre ni la palabra de aliento para el desgraciado. Se agregaba a esto, el carácter alegre de sus integrantes, cuando uno bailaba, todos bailaban, y aparecía el recitador, la danzarina avezada, el orador más inspirado.
Pero, también existían las tragedias en dicha casa. Una madre había fallecido en tiempos lejanos, al dar a luz a su hija y las voces supersticiosas comentaban que el bebé aquel lloró en el vientre de su madre, como un aviso agorero. Otro pequeñuelo, de una inteligencia enorme, había fallecido mucho antes, víctima de una desgraciada enfermedad, provocando la desazón de padres y familiares. Cuando se le mencionaba, era como si se adorara a una milagrosa animita, tal era la veneración por aquel pequeñuelo.
Mi abuela, criada también en esa casa, contaba historias escalofriantes, tan vívidas que después de escucharlas, me costaba conciliar el sueño. A ella misma le había sucedido algo una noche en que se dirigió al baño, cuando aún no existía el alcantarillado y sí los poco amables pozos sépticos, el mismísimo Satanás se le apareció fumando un pitillo. Las historias de penaduras y aparecidos eran el pan de cada día y, por lo mismo, siempre me inspiró aquella casa un terror inusitado.
Sin embargo, cuando fuimos arrendatarios de una de las muchas habitaciones de dicha casona, todo fue juegos y distracción y jamás de los jamases me sucedió algo que pudiera catalogarse como sobrenatural. Sólo, la matriarca, una señora de apariencia centenaria, enjuta y que parecía no haber tenido juventud, recorría cada sector de la casa, rezongando y denostándolo todo, pareciéndome un espectro viviente. Yo, la rehuía, contemplándola desde lejos con una mezcla de temor y respeto.
Mucho tiempo después, la gente aquella se fue muriendo, algunos de manera trágica, otros, víctima de sus pasiones, la mayoría, porque tenía que morirse.
De vez en cuando, paso por aquella puerta, tan distinta a la que conocí, e imagino a todos ellos, en sus tiempos de gloria, dicharacheros, alegres y contentos de estar vivos, ya que vivir y solamente vivir, era su más preciada religión. Aún ahora, los presiento detrás de los cristales, danzando y brindando por los tiempos futuros. Esos mismos que ahora transito con una temerosa devoción…
|