Los leños colorean con fuego sus arrugados rostros al caer la noche; múltiples ojos chispean concéntricos un solo sueño, una esperanza, un deseo. Corazones como tambores resuenan al ritmo de sus mentes; sumidas en un vuelo humeante como mariposas nocturnas estrellándose contra el vidrioso velo de su desaliento. Las llamas esculpen la historia en sus largas cabelleras; trenzando sus demonios con sus espirituales ancestros, y convocándolos al rito de sus etéreas plegarias, hasta hoy dormidas en la madera quemada.
El más anciano se encuentra sentado con sus piernas cruzadas y la mente en suspenso sobre sus cabezas, que sienten su aura candorosa y quieta, como el tenue brillo del lago y la luna besándose a oscuras de miradas discretas.
La tribu presiente en un solo suspiro que las épocas tristes se irán desvaneciendo, con solo ver la hoguera alimentando sus almas y acelerando su pulso en el fragor de la danza. Las llamas chispean su alegría ignifuga desafiando su aliento de inocente osadía, creyendo en un sueño de hambruna y miseria; bailando su pena de lluvias sin trigo, de humo sin fuego y de dolor sin llanto.
Con fe en la memoria de sus antepasados, que vivieron del bosque y de sus riquezas; alimentando el suelo con sangre y su carne, se lanzan en busca del precioso tesoro, de cazar su dieta con arcos y flechas.
Pero el monte ahora es otro, y ya no se oye en la noche, ni el ave en vigilia ni la presa asustada, porque durante el día, cuando nada duerme, se escuchan las sierras que talan su alma.
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