La silla de ruedas estaba abandonada en un rincón de ese patio. Anclada al piso, portando un sinnúmero de quejidos fantasmales, era en sí misma un espectro de cuero negro. Muchos ancianos habían pasado sus últimos días sentados en aquel artificio ingenioso que les procuraba una mísera movilidad, pero a la vez, era una confidente de los últimos recuerdos de sus ocupantes.
Ahora aguardaba, allí en su rincón, mimetizada entre las sombras, quejumbrosa de pesares ajenos, anhelante de nuevos confidentes. Algunos se acomodaban sobre ella y jugueteaban con su rústico mecanismo. Lo que no sabían aquellos personajes, era que al sentarse allí, se contagiaban de pesares, sus espaldas se transformaban en un muro de lamentos del más allá. El que estuviese sano, comenzaba a deteriorarse de inmediato, lenta y paulatinamente. Nadie que se sentara en ella, salvaría indemne. Después de todo, sólo aceleraría su inapelable final.
Gathia intuía aquello, conocía esos secretos arcanos, puesto que poseía un sentido más agudo que el resto de los mortales. Por lo mismo, respetaba de sobremanera aquel mecanismo. Entendía que al traerlo a su casa, poco menos que había sido escoltada por un batallón de sombras pesarosas. Pero, no dudó un instante, al comprender que sería de gran utilidad para su tía Ethel. Lamentablemente, por esas aciagas coincidencias, no bien irrumpió aquella silla en la casa, la tía aquella entregó su alma a la eternidad. Gathia contempló con sus ojos de escéptica sabiduría, como la silla aquella comenzó a debatirse en tremendos espasmos. ¿Quién más que ella podía contemplar en su mágica crudeza el erizarse de una silla frustrada? Las ruedas se trabaron, el cuero pareció electrizarse, necesitaba otra víctima, se diría que su arquitectura había sido confeccionada para amar los postreros latidos de un agonizante.
Como ya no era útil la silla aquella, Gathia la plegó y luego la fue a guardar al desván. Pronto la devolvería a su dueño, pero, ya no deseaba tenerla a la vista. Al día siguiente, al salir al patio, lanzó un grito de terror: la silla aguardaba en el mismo rincón, lista para ser usada, vibrando cual si una ligera corriente la animara. Era como si hubiese adquirido un par de ojos rudimentarios que parecían seguir los movimientos de la mujer. Gathia, a su vez, no podía despegar los suyos de la silla, permanecía en trance y escuchaba agudos quejidos, susurros y risillas diabólicas. Pero, se liberó de aquella extraña fascinación y entró despavorida al interior de la casa.
Desde entonces, la silla permanece allí, guarecida entre las sombras, plagada de rechinos y lamentos. Gathia sabe que jamás podrá deshacerse de ella. Sus piernas han comenzado a temblar, las fuerzas la abandonan poco a poco. Pero, jamás será pasto de aquel engendro de muerte. Mas, la silla aquella, no pierde las esperanzas…
|