El SULTAN
Todo empezó a los cuatro años en el Jardín de Párvulos, cuando por accidente, pudo ver los calzones de la educadora y una extraña energía recorrió todo su cuerpo, en ese minuto, no pudo determinar con certeza de que se trataba, sólo sabía que deseaba repetir esa experiencia.
A partir de ese momento, el pequeño Leonardo nunca perdió oportunidad de espiar a sus compañeritas, les levantaba el vestido y se escondía bajo la falda de las parvularias, convirtiéndose en un pequeño pervertido. Las nanas, las amigas y muñecas de su hermana, primas, vecinas, hijas de amigos de sus padres, incluso Toto, la perrita, fueron víctimas de sus miradas y tocaciones.
Leonardo creció, fue a la universidad y se incorporó al mercado laboral, sin embargo, esta característica suya no desapareció, se incrementó, y a pesar de este desmedido interés no tenía éxito con las mujeres, ellas le temían, veían en él a alguien raro, apenas podía hablar, siempre estaba con la boca abierta y nunca las miraba a la cara, constantemente su vista estaba fija en sus pechos, trasero o piernas. En la calle, cuando se cruzaba con ellas, apuraban el paso, se sentían observadas, amenazadas, perseguidas; Leonardo las seguía por cuadras como acechándolas, sin embargo, era tan peligroso como un anciano sin viagra, cuando las alcanzaba pasaba al lado de ellas como si nunca las hubiera visto.
En la lavandería hurgaba dentro de las maquinas por si alguien había olvidado alguna prenda femenina, si tenía suerte encontraba una sin lavar, que miraba, tocaba y olía; un colaless, objeto de absoluta adoración, era como ganarse la lotería.
Se transformó en un habitué de los “cafés con piernas” podía pasar horas apoyado en la barra, con los ojos fuera de sus orbitas, hirviendo por dentro, con una mano en el bolsillo del pantalón que lo delataba como la encarnación de la lujuria, como el rey de los onanistas. Se deleitaba con la vista de las jóvenes semidesnudas que servían café, no le importaba que no lo atendieran bien (era tacaño con las propinas) ni el insomnio, provocado por el exceso de cafeína consumida en esas maratónicas jornadas, para él, la sola contemplación de esos cuerpos hermosos pagaba con creces cualquier molestia.
Nunca había tenido novia y se encontraba tan inmaculado como las nieves del Aconcagua, su cuerpo era una autentica olla a presión a punto de estallar y cualquier roce, por leve que fuera, lo obligaba a tomar largas duchas frías y agotadoras sesiones de sexo consigo mismo.
La gota que rebasó el vaso, ocurrió cuando, producto de su trabajo, tuvo que concurrir a una empresa a realizar una asesoría, allí la conoció: tez mate, ojos claros, cabello castaño y piernas de bailarina. Leonardo, llevaba toda su vida mirando mujeres y esta, claramente, era la perfección, a pesar que ella llevaba una blusa que insinuaba unos senos magníficos, Leonardo, por primera vez en su vida, pudo sostener una conversación con una mujer, rieron y quedaron de tomar un café.
La verdad sea dicha: el mérito de esta hazaña le pertenecía únicamente a ella, quién ocupando las herramientas, que su profesión de psicóloga le entregaba, pudo llevar la conversación por cauces normales.
Días después, en un café del centro, Leonardo esperaba ansioso la llegada de su musa, ella apareció puntual, con una sonrisa perfecta y el pelo suelto, pero nada resulto bien, no pudo abstraerse de las mujeres del entorno, habían demasiados estímulos, sus ojos recobraron el habitual brillo libidinoso que los caracterizaba, su mirada iba velozmente recorriendo las delicadas formas de las presentes: senos, piernas, traseros, cinturas, espaldas… , piernas, traseros, cinturas, espaldas… iba a enloquecer… de su boca salió baba… luego espuma; perdiendo absolutamente el control introdujo la mano en un bolsillo del pantalón, empezó a temblar primero suavemente para luego terminar en furiosos espasmos acompañados de una respiración digna de un ataque de asma.
Cayendo estrepitosamente de la silla, aullando como lobo en noche de luna llena y con el rostro severamente congestionado, tuvo que enfrentar la mirada atónita de su acompañante y escuchar las risas de los transeúntes. Leonardo, había vuelto a ser el mismo de siempre.
La cita terminó con la certeza que no la volvería a ver, abatido, emprendió la vuelta a casa y se detuvo frente a un kiosko, allí, vio los titulares de prensa, anunciando que un Sultán del Medio Oriente, dueño de un harem de 75 mujeres, llegaría al país piloteando su propio avión. Leonardo, maldijo su propia suerte, otros tenían tanto y él nada, no entendía el porque de tanta injusticia…, desesperado, levantó sus brazos al cielo y clamó rabiosamente que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa…, cualquier cosa, para estar en un Harem rodeado de mujeres.
Ahora, Leonardo se arrepentía de ese pensamiento, algo o alguien escucho sus ruegos y su vida cambio radicalmente, vivía en un harem, lleno de lujos, en una mansión en pleno desierto, rodeado de mujeres hermosas, podía comprar todo lo que quisiera, sin embargo, nunca se acostumbraría a ser la esclava favorita del Sultán.
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