Me encontraba disfrutando de la llovizna salada que queda en suspensión al reventar una ola en las rocas de la Avenida Perú, cuando repentinamente el rumor de un acento gitano me sacó de mi ensimismamiento. Todo habitante de Viña del Mar, sabe que aquel es uno de los lugares favoritos de los gitanos para embaucar a cuanto ingenuo transeúnte se les cruce. Generalmente evitaba toparme con aquellas personas de vestimenta pobre y extravagante, ya que es parte de la cultura popular creer que los gitanos son gente de costumbres ladinas y amigos de lo ajeno. Volteé y vi a una joven gitana, de cabellos castaños y ensortijados, que se separaba de un grupo de gitanas más ancianas, quienes la llamaban por su nombre y le hacían molestos ademanes con sus manos desde la vereda opuesta. La muchacha caminó unos cuantos pasos, y se sentó para luego perder su vista en el mar. La miré de soslayo y noté que sus ojos verdes se inundaban de lágrimas. En ese entonces nunca había soportado ver llorar a una mujer, y me sentí lo suficientemente conmovido como para acercarme a ella. “¿Qué quieres paisano?”, me dijo. “Saber por qué derramas tus lágrimas al mar gitana, nada más”, le respondí. Pensó un momento, y como todas las mujeres del mundo, deseó ser escuchada. Se desahogó y me contó con rabia y tristeza, sus deseos de estudiar, sus anhelos de aprender, sus ganas de casarse con quién quisiese, su negativa a escamotear a la gente y otras cosas que me reafirmaron que la rebeldía es la virtud original del hombre. “Hacen falta más que líneas en una mano para trazar nuestro destino”, la consolé. Ella me regaló una sonrisa que dulcificó al mismo océano. Los prejuicios son la razón de los tontos, pensé. Luego sonreí. |