Hubo un tiempo en que el ajedrez era para mi una grata compañía y un reto permanente. Al contacto con mis dedos cobraban vida Peones, Torres, Alfiles, Caballos y Reyes, todos preparados para combatir a mi mando. Solía buscar a mis adversarios en los alrededores de la plaza O`Higgins. Ahí encontraba a los Luises y a los Carlos, silenciosos reyes de aquella plaza, que es una auténtica pequeña Europa. De semblante adusto, ceño fruncido y pensamiento distante, esperaban en bancos improvisados y mesas a mal traer. Esperaban a quién pudiera hacerles frente en aquel campo de batalla de sesenta y cuatro casillas, que se teñía de sangre blanca y negra. Una mirada recelosa, una aceptación tácita, un intercambio de nombres, y los ejércitos tomaban sus puestos en el tablero. En unos minutos iban cayendo sus líneas al cementerio del costado. Era implacable en mi juego. Era Alejandro Magno, era César, era Napoleón. Los reyes se inclinaban uno tras otro, en tanto que el mío se alzaba orgulloso y soberbio en el campo de batalla. Después de cada victoria, un apretón de manos altanero, y una sonrisa socarrona brillaba en mi rostro. Así volvía, una y otra vez, hasta que un día encontré sentado frente a una mesa, a un indigente que observaba los juegos de ajedrez, con ojos vivaces que centelleaban en su semblante sucio. Para mi sorpresa, apenas me vio me invitó a sentarme. Yo era un caballero, acepté cortésmente. Los prejuicios me susurraban que debía ser pan comido. Yo negro, él blanco. Comenzamos. En tres movidas, noté que él conocía de aperturas, defensas, sistemas y ataques. Una hora de juego bastó para que quedaran en pie sólo los dos reyes, empatados. No obstante, el rey blanco le había enseñado al negro, que no todo es lo que parece.