Para comenzar, debemos establecer las diferencias entre corsarios, bucaneros, filibusteros y piratas. Los primeros, actuaban como piratas, pero a las órdenes de un reino y atacaban solamente a las banderas que se le indicaban. Los capitanes solían ser marinos de carrera, muchos de ellos de buena cuna, y su actividad estaba refrendada por una autorización, la conocida como patente de corso.
Eran algo así como empleados estatales que robaban, a comisión, para la corona que los contrataba y enarbolaban esa bandera. Entre éstos, son muy recordados los ingleses, Sir Francis Drake, y Sir John Hawkins, los dos premiados con títulos nobiliarios por los robos y tropelías cometidas. Muchos corsarios terminaron como piratas, siendo el caso más notable el de William Kidd.
Los bucaneros y los filibusteros eran piratas, pero de cabotaje. Su radio de acción se limitaba al Mar de las Antillas y recalaban preferentemente en la legendaria isla de Tortuga. Utilizaban barcos ligeros con amplia capacidad de maniobra. El más famoso y reconocido bucanero, fue sin duda, otro inglés premiado: Sir Henry Morgan.
Pero piratas, lo que se dice piratas, eran los que no tenían otra bandera que la propia y no respetaban a nadie. Perseguidos por todas las potencias, atacaban el comercio entre Europa y las colonias, o cualquier otra ruta del globo, cargaban esclavos para vender, secuestraban, saqueaban poblaciones costeras y vagaban con rumbo incierto en busca de presas suculentas, doblones de oro, joyas, ron y mujeres.
Todo un tema el de los piratas y podemos recordar algunos famosos como, John “Bartholomew” Roberts, Edward Teach (Barbanegra), Jean Nau, el olonés, William Kidd, Jean Lafitte y cientos más. En principio, porque están indisolublemente ligados al cine y a los sueños de infancia, pero también porque representan un icono de rebeldía contra el orden establecido. Lo curioso es que provocan sonrisas de adhesión, tratándose en realidad, de feroces delincuentes, ladrones, crueles asesinos, cuando no, violadores.
Pero la imagen del capitán pirata, con un parche en el ojo, la pata de palo y el loro en el hombro, ordenando con su vozarrón ronco y tonante izar la bandera negra con la calavera y los fémures cruzados, mientras sus hombres, pañuelo anudado en la cabeza y espada en mano, trepados a las sogas del velamen, esperan, con gesto fiero, la orden de ¡Al abordaje!, resulta simpática, romántica.
Más aun, cuando el barco a saquear, está comandado por marinos de carrera en sus impecables uniformes, con modales de gente civilizada. Ni hablar de los pasajeros, generalmente, opulentos cortesanos o señores burgueses acompañados de emperifolladas señoras santiguándose y aplicándose sales para calmar el espanto que les provoca la previsible, inminente viudez y ruda invasión a sus zonas erógenas.
Además, ofrecen la imagen de individuos desesperados por la obtención y acumulación de riquezas, pero que una vez conseguidas, esconden celosamente en ignotos escondrijos sobre los que trazan planos cifrados y que jamás vuelven a buscar. Porque un verdadero pirata lo último que desea es ser un pacífico ciudadano disfrutando, en tierra firme, de una vida lujosa y apacible. El tesoro invaluable, irremplazable, consiste en la libertad, en la aventura y el peligro, la inmensidad del mar como patria y su propia ley como bandera.
Cuando más arriba me refiero a la figura romántica del pirata, no estoy haciendo otra cosa que ajustarme ceñidamente a la definición de romanticismo, término con el que se denominó en los albores del siglo XIX a un movimiento artístico e ideológico que priorizaba la imaginación, la sensibilidad y la libertad por encima de la razón y el sentido común, que la sociedad preconiza como rectores del orden.
Ahora bien, si hemos de ser claros, debemos admitir que la palabra pirata es también una metáfora, que involucra a los bandidos, asaltantes y criminales de todas las épocas, como así también, a otros, que sin espadas, cuchillos o revólveres, ejercen la piratería desde un escritorio, una banca parlamentaria, un trono o un sillón presidencial, los que ya no son tan admirados. ¿O si?
Y formulo la última pregunta, recordando el viejo axioma trasgresor que asegura que los buenos son las personas que sueñan con las cosas, que los malos hacen. En otras palabras, sospecho que la simpatía, consciente o inconsciente, por el caricaturesco pirata, oculta una reprimida rebelión, un sepultado deseo de renunciar a las convenciones sociales, los estudios, los trabajos, la casa con primoroso jardín, el auto soñado, las vacaciones pagadas en cuotas, los electrodomésticos, los pasaportes y las libretas de matrimonio.
La secreta ilusión de embarcarse en metafóricos veloces veleros y navegar hacia nuevos horizontes desafiando las tempestades, cabalgando el mar a toda vela, el viento estallando contra el pecho y la sangre corriendo tumultuosamente por las venas, robando lo que se cruce, tomando las mujeres que nos plazcan, si tienen dueño, mejor, y muriendo cara al sol con gusto a sal en la boca, pero en libertad.
Y quizás en el espíritu del pirata esté explicada, mayoritariamente, la naturaleza del hombre. Más aun, podríamos decir que la naturaleza es pirata y el hombre un domesticado producto de ella, pero que en el fondo de su corazón atesora, romántico sin cura, flameando orgullosa al viento, la bandera negra con la calavera y los huesos cruzados
"En un trabajo honrado lo corriente
es trabajar mucho y ganar poco:
la vida del pirata, en cambio,
es plenitud, saciedad, placer y fortuna,
libertad y además poder"
Bartholomew Roberts
Pirata
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