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Maté, es cierto. Sobre mis manos aún palpita su cuello inflamado. Y el vientre abultado lleno de ronchas amoratadas y de salientes venas. Nunca me he detenido a pensar en las razones que llevan a un ser humano a quitarle la vida a otro. Para mí esos son problemas éticos de los que nos hemos librado desde hace mucho. Sólo existen los actos y éstos se llevan a cabo mediante impulsos totalmente explicables. Precisamente por la ausencia de un sustento espiritual. Y aún así, después de que les revele la ecuación exacta de la vida, pese a eso mismo ustedes querrán lanzarse sobre mí. Me arrancarán los ojos. Y me llamarán cobarde.
Recordarán la última vez que llegó Humberto Josefino con las Niñas. Entonces yo había cumplido 24 años. Y era diciembre. De las elecciones quedaba pura basura y pegotes por todos lado. Las fiestas a penas comenzaban. Toda la gente había aparentado una solemnidad de la que carecían, mientras pasaban diputados reales y candidatos a diputados y cuanto presidente se le había ocurrido venir al pueblo, para ganar votos. Porque esto, a pesar de sus restaurantes de hamburguesas y sus supermercados, sigue siendo un pueblo. Por esas fechas comenzaron las verdaderas fiestas, cuando se fue la gente importante.
Fui con Humberto Josefino y le pregunté otra vez que cuánto quería por la niña de ojitos verdes. Mil pesos la hora, me contestó haciendo bailar el bigote para disimular el modo en que se le caían los pantalones inevitablemente. No me has comprendido, Josefino, le dije. Claro que te entiendo Severino, no soy tarugo. Son mil pesos por hora. Terminó él, haciendo bailar con furia su bigote, a la vez que se subía los pantalones. Luego me preguntó que porqué, con mis estudios y todo, andaba entre el puterío buscándole la cara al diablo. Los solitarios a conciencia también nos cansamos, Josefino. También uno se harta de los números y también soy hombre. Al decir esto, saqué los mil pesos y se los puse en la mano. Josefino los recibió haciendo vibrar su bigote por última vez y se fue con las piernas arqueadas. Sólo no me la dejes muy desarreglada, dijo cuando yo cruzaba la delgada cortina de túl. Lo que siguió no fue ni medianamente lo que ustedes podrían imaginarse. Sobre la cama una niña desnuda. Y su cuerpo fingía una lascivia de mala manera. Su cuerpo se confundía entre el blanco de las sábanas y la luz la hacía prácticamente invisible; el único indicio de que ahí había un cuerpo humano, eran los diminutos labios pintados de carmín que gesticulaban indecencias y demás vulgaridades. La miré por largo rato, buscando inútilmente encontrar aquello que podría hacer mujer a esa pobre criatura. Sin más, le dije que cómo se llamaba su madre. Ella se echó a reír y continúo lanzando improperios. Hizo más de una vez hincapié en mi hombría. Y durante dos o tres ocasiones se lanzó sobre mí con la intención de arrojarme sobre el camastro. ¿Cómo se llama tu madre? Volví a preguntar. Entonces ella se sentó a la orilla de la cama y comenzó a vestirse. Se llamaba Juliana, contestó. ¿Y de qué murió? De peste, dijo. Y salió de la habitación.
Después de un rato, me decidí también a abandonar aquel camastro. Tan pronto salí, Humberto Josefino me dijo que a él no le importaba en nada lo que yo hiciera con la niña, mientras pagara. Pero que pensara en aquellos que estaban esperando. Ellos vienen a lo que vienen, Severino, ¿me entiendes? Te entiendo, Josefino, le contesté, te entiendo.

El último día de feria, Humberto Josefino levantó el puesto cerca de las cuatro de la mañana. Todas las niñas se subieron a la caja del pequeño camión de redilas en el que el padrote había mandado poner cojines, para llevar la carga cómoda y sin posibilidades de maltratarse. Parecían todas ellas, felinos somnolientos echados sobre almohadas.
Llegué corriendo y me trepé sobre el estribo y le hice a Josefino la misma pregunta que le hacía todos los años desde que había llegado con las niñas. Cuánto quieres por la de ojos verdes. Ah, cómo eres necio, Severino. Para qué la quieres., me preguntó. Mira, yo no sé nada, pero por ahí andan diciendo que tu no eres de esos que toman a las mujeres para lo que son. Y la verdad no me parece de hombres andar echando a perder la mercancía en boberas.
Cuánto quieres por la niña, Josefino, lo interrumpí. Tuviste tu tiempo, Severino y no lo aprovechaste. Dijo él. Nos vemos el siguiente año. Entonces, echó a andar el camión. La máquina rugió como una bestia amansada, acuciada por un fuste. Me fui trepado varios metros del estribo... haciendo la misma pregunta, sin que me importara mucho que josefino intentara cambiar al conversación y que me invitara a regresar a mi casa. De repente, cuando ya nos habíamos alejado muchos kilómetros detuvo el camión y sin más me dijo que cuánto estaba dispuesto a pagar. Lo que pidas por ella, le respondí. Soy un hombre de negocios, Severino, y no me gusta abusar de los que no saben esto. Dime cuánto me das y si me acomoda te la dejo. Te doy 15 mil. Humberto Severino abrió la puertezuela y bajó. Hacía frío. Un densa niebla comenzaba a desplomarce sobre el camino. El seguro de las redilas cedió a la fuerza habitual del padrote, tal cuál lo haría cualquier animal acostumbrado a la orden de su amo. Entonces gritó que se la pasaran. Todas las niñas sabían de quién se trataba.

Mi habitación se componía de un camastro, un escritorio, la cama y una silla. Mis libros estaban desperdigados por todas partes. Las Imágenes fluctuaban y parecían felices. Yo había pasado la noche recargado sobre el escritorio, intentando escribir. Cuando ella despertó, las manchas verdes de sus ojos se estamparon sobre la sonrisa tierna de la Virgen de la Santísima Consolación que colgaba del techo aparentemente indecisa en subir al cielo o caer sobre la cama y abrirle al durmiente la cabeza en dos. La niña contempló la imagen y luego de un rato me preguntó que porqué la tenía ahí. No sé, le respondí no había otro sitio. Pobrecita, dijo, si quisiera elevarse no podría pasar la loza y le saldría un chichón grande, grande.
La luz de la mañana se retorcía para poder colarse a través de las ranuras de las cortinas. Y una sensación de alivio y pureza se mezclaba con los aromas de la vendimia de la plaza. Luego de ver que se entretenía con la imagen, le pregunté si tenía hambre. Sus mejillas redondas se habían desvencijado en una noche. Era algo distinto sin el maquillaje. Y parecía más delgada. En las hamburguesas venden hotcakes, contestó.
La tarde la pasamos en las tiendas. Al regresar al cuarto sus ojos verdes corrieron a la cama y el demás cuerpo los siguió. Te aviso que no hago cochinadas, dijo entonces, cada cosa se mete por donde debe de ser. Cerca de la ventana parecía una granada abierta y sus cabellos inmóviles como una mancha de carbón echa con el recorrido de una mano sobre sus hombros. Sus once años resonaron por toda la habitación, al momento que su vestido se estrelló contra el suelo. En ella estaba la verdad y la pureza. Recostada sobre la cama, vestida de materia incorruptible. Y sobre sus labios, una palabra dulce. Me acosté a su lado y le pregunté si creía en Dios. Ella dibujó letras sobre su sexo gelatinoso, rascaba con fuerza. Y me miró desconsolada. Me levanté y me fui. Al pasar cerca de la Cruz, doña Filomena me dijo que si lo sabía. Saber qué, le pregunté. Que has metido al diablo a tu casa, Severino. Lo sé, le dije.
Nunca pudo entender la verdad. Al tercer día me preguntó que para qué la quería. No tiene gracia estar encerrada aquí. Le pregunté si sabía leer. Lo necesario, los billetes. Se rascaba con más frecuencia y se aburría sin discreción. En la mañana de san Juan amaneció con fiebre. Los doctores dijeron que era normal. Cambios hormonales. Pero en los días que siguieron, no disminuía la presión de la sangre sobre sus sienes. Comenzaron a brotar las ronchas y los dolores de pecho. Su cabello se secó y sus labios se hundieron hasta coincidir con sus dientes. Mandé llamar al médico de nuevo. Quizá sea cáncer o cualquier cosa. Hacen falta exámenes.
Al final, nunca supe nada. Me vencí sobre sus humildes ojos verdes carcomidos antes de tiempo por la fiebre, sobre los botones hirvientes de su pecho llano. Tendido sobre la pureza de su vientre sin curvas, sobre las líneas abiertas que eran sus piernas ateridas de ronchas. Sobre su lampiño sexo desvencijado de niña protegido por unas caderas poligonales. Y sobre ella oré con mis manos sobre su aliento. Y no era más que una puta y la pureza se había ido con la muerte entre murmullos dentro del sonido que hace una vara al quebrarse.

Texto agregado el 14-02-2010, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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