La hora de la siesta, momento que no pasa en verano. Se me ocurre mirar por la ventana cuando la veo en la vereda tomando el fresco. Siempre la he adorado, en todos estos años ella solamente acepta mis caricias mientras disfrutamos el uno del otro arrumacados en el sofá.
Apareció el galán del barrio y le comenzó a arrimar, ella le respondió con ojitos. El espectáculo me dejó frío. A él sí, así de la nada, le permite manosearla y chuparla en medio de la vereda.
¡Comenzó a metérsela con furia! La hizo comenzar a aullar de placer, hasta que sus alaridos se escucharon en toda la cuadra, confundiéndose el éxtasis con el dolor. De repente alguien se acerca, no para reprobar la actitud sino para involucrarse. Más musculoso que el galán quiso un poco de dulce para él; ella lo mira con desprecio y su amante salió a defenderla a puño limpio. Toda esa acción me la hizo poner muy dura, como en años no había estado, y esa cola perfecta... totalmente al descubierto ¿porque nací con algo tan monstruosamente grande?
El galancete ganó la contienda en nombre de su puta damisela y regresó para terminar lo comenzado. Ella continuaba húmeda y era evidente que la pelea la puso más cariñosa, se dejó hacer con pasividad. La cosa esta vez vino más fogosa, con cada arremetida del pene ese pedazo de cola temblaba. Lástima que solo de espaldas puedo apreciar el show.
Acabaron, ella parecía tener ganas de más pero el galán comenzada a demostrar su cansancio. La carita de viciosa me obligó a sacudírmela hasta que largara lechazos.
¡Qué maldita! A mí me la jugaba de inocente, ahora me iba a tener que encargar de la camada que seguro pariría en dos meses. Cuánta razón tiene el mítico profeta Alab Ajneb: “la gata llora porque la del gato raspa”.