… Y se sentó con autoridad en el viejo sofá, compañero de esa vida, alzó el rostro y miró con frialdad la escena: los muebles de la sala; las paredes conservadas perfectamente , y, de ellas colgando fotografías y retratos de un tiempo, de un lugar, de algo que no habría de volver jamás; el minucioso orden de la casa: todo en su sitio, con religiosidad… y miró a la responsable, la vio sabiendo que, en el fondo, seguía amándola, porque solamente del amor ciego y enfermo podría haber parido el odio que brotaba desde sus ojos, y con los cuales la miraba sin pestañar, como un animal vigila su presa y por momentos con lástima, como el desgraciado se ve en el espejo.
Ahí, a ese sofá, fueron llegando los hijos, uno tras otro; y con cariño, pero inmutable en su posición les despidió, besándoles la frente… ¡Como le recordaban los ojos de esa pequeña a esa mujer!... y viajando imaginariamente de la mano de esa mirada, recordó los pastizales verdes y fértiles de Miraflores donde , junto al de ella, su cuerpo encontró el amor por el atajo mas fácil: el placer, él era joven y ella también, al mundo le salían flores por doquier. Y como quien experimenta culpa volvió en si, y viéndose solo, bajó la cabeza, cerró los ojos y en una practica inútil de encontrar una razón para echar marcha atrás encendió al infierno en su mirada y se encontró con el rostro de ella, sabiendo que estaban solos, le miro fijamente, a la manera de un resignado pecador que con calma y desafiante animo espera su sentencia… así, se acercó a él, sin prisa pero sin pausa, tomándole la mano encontró su oído y con esa voz, que rasgaba sus entrañas, susurró: “No me arrepiento de nada… hasta que la muerte nos separe”