Es curioso que después de pasar un par de años en Australia, haya decidido traer como recuerdo una sola cosa. Aún más curioso es que ese objeto fuese un arácnido potencialmente letal, y que lo transportase en un contenedor tan rudimentario como un prosaico frasco de vidrio para mayonesa. Sin embargo, cuando encontré ese curioso bicho arrinconado en una esquina del pequeño departamento que ocupaba en Sidney, no pude sino sentir una morbosa curiosidad, e incluso cierta compasión por el animalito que intentaba intimidarme alzando las patas delanteras, tratando de parecer aún más amenazador de lo que ya era.
Sin embargo, uno de los grandes problemas que he tenido desde que era sólo un niño, es mi imprudente curiosidad. No es que considere la curiosidad un defecto en sí, pero en mi caso, ésta llega a extremos que pueden ser peligrosos para mi propia integridad física, de manera que lo mismo soy capaz de introducirme en una coladera, sólo para averiguar a donde llega, (hazaña que realicé cierta vez a los trece años); como puedo enfrentar a un bicho peludo y poco agraciado, ignorando la toxicidad de su veneno, sólo para satisfacer mi curiosidad.
Como pude introduje a mi amiguita en el frasco. Mi prisionera estiraba sus ocho patas, pegándolas a la lisa superficie de vidrio, en pos de una libertad que no recuperaría. Observé detenidamente a mi rehén, tratando de hallar en mi memoria alguna referencia visual que me diese algún indicio de su especie, pero no conseguí recordar una sola imagen de un bicho similar en mi memoria.
Como ya dije, mi curiosidad llega a ser obsesiva y temeraria. No pensaba soltar a mi pequeña mascota, hasta averiguar su phyllum, por lo cual decidí tomarle una foto, y mostrársela a mi vecino Randy, entomólogo de profesión, y una de las primeras personas que conocí en el país.
-¿Te resulta conocida? –pregunté en el extraño inglés que se habla en Sidney, al enseñarle la foto.
-Sin duda. Se trata de una Araña de Cola Blanca. ¿Dónde la viste?
-En un rincón de mi apartamento.
-¿Y qué hiciste? –preguntó Randy con aprehensión.
-La pisé –respondí con frialdad, interesado en la reacción de mi amigo. Él me devolvió una amplia sonrisa, cuando hice una mueca de fingida preocupación.
-No me cabe la menor duda de que eres un sujeto temerario –respondió- este animal es de los más temidos en el país.
-¿Es letal?
-En teoría no. Su picadura es muy dolorosa, pero la mayoría de mis colegas insisten en pensar que su veneno es inocuo para el ser humano. Yo por otro lado, pienso distinto a ellos.
Aún sin asomo de preocupación, proseguí mi interrogatorio:
-Entonces en tu opinión, este animalito pudo haberme asesinado…
-Lo dudo.
-¿No acabas de decir que no compartes la pesimista opinión de tus colegas? –pregunté, divertido.
-Y es verdad, pero permíteme explicarte: el hecho de que un veneno no sea mortal, no implica que no deje secuelas graves para quien lo recibe. Este arácnido, por ejemplo, ha dejado horribles marcas a varias personas a las que ha mordido.
-¿De verdad? Entonces, ¿en qué se basan los otros para decir que su veneno es inofensivo?
-En el hecho de que la mayoría de las personas que lo han recibido sólo presentan una hinchazón en el área de la picadura. Pero hay evidencia de gente menos afortunada, a la que ha mordido, con consecuencias terribles para sus vidas.
Entusiasmado, le pedí a Randy que me explicase dicha sintomatología, y sus teorías al respecto, mientras nos tomábamos una cerveza.
-Verás: el veneno de la Cola Blanca es en realidad un pre-digestivo para el animal. La función de la toxina, además de aniquilar a las presas, es disolver por dentro a su adversario. La araña inocula a su víctima con el veneno, para poder consumir los órganos, a menudo protegido por duros exosqueletos.
-En ese caso, supongo que somos demasiado grandes para que nos elimine, ¿correcto?
-Sí, en parte eso es lo que pasa. El problema de los humanos con las Cola Blanca, es el hecho de que su veneno aparentemente no deja de expandirse a través del sistema circulatorio, y por consecuencia, de todo el cuerpo. Como no conocemos bien la naturaleza del veneno, supongo que su toxicidad variará dependiendo de qué tan alérgico sea uno a las sustancias que lo componen.
-Interesante.
La charla continuó más o menos por ése tenor, hasta que nos desviamos a los temas banales de la cotidianeidad. Bebimos un par de cervezas más, y yo me retiré a mi apartamento, para contemplar a mi invitada un rato, antes de empacar mis cosas para el regreso a México.
Cuando regresé a la Ciudad de México, días después de atrapar a la Cola Blanca, decidí cambiar el frasco de mayonesa, por un “hogar” de verdad para ella. Instalé a la araña en un pequeño acuario, y la alimenté con minúsculas alimañas que encontraba en las calles o en mi mismo departamento. Mi arácnida invitada era en realidad, la única distracción de verdad en un mundo en el que la gente simplemente ejecutaba una procesión de maniquís sin alma, desfilando en un carnaval eterno y sin sentido. Siempre he sido, además de curioso, sumamente elitista y antisocial, por lo que mis amistades de verdad se reducen a un par de conocidos con cierto nivel intelectual, y con los que puedo tener pláticas de buen nivel, pero que, dadas sus múltiples ocupaciones y las mías, sólo puedo ver en contadas ocasiones. De manera que el verdadero momento de regocijo en el día para mi, era llegar a casa, depositar los bichos recolectados en el acuario de Araceli (el nombre que terminé por darle a la Cola Blanca), y sentarme por horas viéndola cazarlos y devorar a sus presas con despiadada parsimonia.
Vestía un top negro y una cortísima falda blanca la noche que la conocí. Su cabello era negro, de ese color oscuro que se torna azulado de tan intenso que es; pero aún así, no se comparaba con la negrura de sus ojos, de una líquida oscuridad que reflejaba intensamente las luces de las farolas. Nunca supe por qué la invité a subir al auto; ni siquiera sé qué hacía por ese rumbo aquella noche de viernes, al salir del trabajo. En realidad las cosas sucedieron de una manera muy extraña, pues desde que salí de la oficina, hasta que la vi recargada en la fachada del edificio, no pasó un instante. Es decir: tuvo que haber pasado, sé que para llegar de la oficina a la Zona de Tolerancia de la ciudad se hacen por lo menos cuarenta minutos, pero como aquel era viernes de quincena, por fuerza tuve que haber hecho por lo menos el doble. Pero en mi memoria no hay un solo recuerdo de lo que pasó en ese lapso, no hay el menor registro en mi cerebro de haber manejado hasta ese lugar, o del camino que tomé para llegar. Era como si me hubiese dormido, y despertara sólo para invitar a Araceli –ese fue el nombre con el que se presentó- a subir al auto. Aceptó sin el menor regateo, aún cuando despidió con sonoras bofetadas a un “junior” que la abordó segundos antes de que le abriese la portezuela de mi auto. Mientras conduje a casa no hablamos. Ella sólo miraba el camino con sus oscurísimos ojos, con una sensual media sonrisa adornando su rostro.
Conduje como un auténtico demonio a través de las más sinuosas avenidas de la ciudad, con una extraña urgencia de llegar a casa, pero también de prolongar la estancia de Araceli en el auto. Cuando me topé con un alto, me atreví a mirarla a la cara por primera vez. Ella sintió mi mirada, por lo que volteó a su vez a verme: poseía una belleza terrible: aquellos ojos oscuros, llameantes y salvajes, enmarcaban un rostro angelical y maligno a un tiempo. El largo y azulado cabello caía en cascada sobre unos hombros blancos y tersos; los pechos, pequeños e insinuantes, palpitaban ansiosos, invitando a ser mordidos y acariciados con salvajismo y ternura por igual.
Cuando la luz verde comenzaba a encenderse, es decir, en el lapso que la luz tardó en llegar a mis ojos, me dedicó una sonrisa completa: dentro de esos labios rojos y carnosos, unos incisivos quizá demasiado grandes escurrían un líquido amarillento que brillaba como el oro, como el veneno. Esa sonrisa, fugaz y letal, le conferían una cierta belleza arácnida, una atracción que me hizo desearla aún más. Corrimos a mi departamento, pues ansiaba hacerle el amor.
Sostuvimos una lucha terrible en el colchón. Sus manos se deslizaban por mi cuerpo con la soltura de un enjambre de insectos explorando el mundo, mientras yo la penetraba sin la menor delicadeza, como si mi miembro fuese un agujón tratando de perforarla inútilmente. Ella gemía y chillaba de manera terrible, azotando su cabellera en mi cuerpo como millones de látigos lacerando mi piel. Sus ojos se oscurecían más con cada embestida de mi pene, sonriendo sádicamente y con autosuficiencia cuando lo hacía. Intenté en repetidas ocasiones besar su cuello, pero siempre me apartaba con esos dedos que parecían seres vivos e independientes del cuerpo al que pertenecían. Los tersos pechos eran la única zona que mis labios alcanzaban a rozar a duras penas, pero lo cierto es que aquella noche Araceli fue la que tuvo todo el control de la cama.
-Dame un beso –le dije entre gemidos, agotado y ansioso de probar la miel de su boca.
-Te lo daré –respondió. Inmovilizó mis brazos, asegurándose de que no la pudiese asir en un abrazo, y acercó muy lentamente la boca a mi cuerpo.
Primero lamió con lentitud mi vientre. Su lengua hurgó con curiosidad cada centímetro de piel, dejando un leve escozor después de cada lengüetada. Subió lentamente a la altura de mi pecho, explorando la piel y saboreando cada poro que su lengua encontraba, hasta llegar a mi cuello. Yo entretanto, estaba como paralizado, sólo era capaz de sentir lo que Araceli hacía con su boca sobre mi cuerpo inerte. Por mi mente cruzó la idea de que si lo hubiera querido, se habría podido alimentar de mi durante semanas, sin que yo fuese capaz de impedírselo, e incluso, agradeciéndoselo.
Cuando se hubo saciado del sabor de mi cuello, su boca llegó a la mía. Me sentía extasiado, agotado: indefenso ante la intensidad de aquella mujer que me tenía a su merced. Finalmente cerré los ojos, esperando el calor de sus labios en los míos.
Sentí su aliento dulce encima de mi rostro. Lo respiré con avidez, intentando llenarme de él, como si mi vida dependiese de ello. Antes del ansiado momento de probar el néctar de sus labios, sentí un líquido quemante caer sobre mi piel, y con no poco esfuerzo, pude abrir los ojos un instante: lo único que pude ver, entre una bruma densa como una telaraña, fueron los grandes incisivos de Araceli goteando un líquido amarillo y brillante, antes de asestar la letal mordida en mis labios…
Desperté solo la mañana siguiente. Solo y agotado. Sentía un leve escozor en el cuello, pero no le di demasiada importancia, por lo que me fui a trabajar. Estaba, sin embargo, abrumado por la ausencia de Araceli. Que se fuera, sin decir una sola palabra, después de una noche tan intensa, era para mí tan doloroso como si mi sangre hubiese sido cambiada por ácido, y corriera libre por mis venas. Y aquello era, en realidad, el principio del dolor más intenso que he sentido en la vida.
Después de esa noche, todo mi mundo giró alrededor de Araceli. O más correctamente, de su recuerdo, pues no había logrado localizarla después de haber fornicado como animales en mi departamento, aquella ya lejana madrugada.
La busqué en la misma callejuela repleta de mujerzuelas donde la levanté en mi coche para hacerle el amor, pero nunca más la vi. Recorrí otras avenidas con la misma fama que aquella, con la esperanza de encontrarla, sin mejores resultados que en la primera. Creí verla de lejos en mil mujeres, pero cuando las alcanzaba, el rostro de Araceli se había borrado por completo, a pesar de mi certeza de haberlo visto ahí.
Lo único cierto era que ya estaba al borde de la locura. Concentrarme en mi trabajo resultaba una tarea titánica, por lo cual sobrevivir las ocho horas diarias en la oficina, se había convertido en una auténtica odisea. Deliraba en los momentos más inoportunos con pesadillas que denotaban mi pervertido estado mental: lo mismo imaginaba la oficina repleta de Aracelis, que podía sentir un ejército incontenible e infinito de arañas inundando el lugar, metiéndose dentro de mi boca, saliendo del interior de mis entrañas.
Al principio de estos episodios, me resultaba relativamente fácil sustraerme de tan morbosas imágenes producidas por mi mente envenenada, pero finalmente llegó un momento en el que no pude más y caí presa de una locura furiosa: comencé a pisar un inexistente enjambre de Arañas de Cola Blanca que yo veía emerger de las grietas del piso. Al principio intenté convencerme de que aquello no era real, que se trataba de uno más de los delirios que se habían convertido en la norma desde la aventura con Araceli, pero mi mente y cuerpo finalmente cedieron. Comencé a patalear contra el suelo, a golpear el techo y el aire con la esperanza de que las alimañas se alejasen de mi vida, que no me tocasen. Un compañero que me tomó por los hombros, sacudiéndome fuertemente para regresar a la realidad, consiguió tranquilizarme por un momento. Cuando mi estado febril pasó, las arañas habían desaparecido. Sudaba frío, estaba empapado y agotado por el esfuerzo físico de sacudirme los imaginarios arácnidos que me acosaban. Bebí algo de agua, pero entonces las cosas empeoraron: vi a Araceli en la oficina, pero esta vez estaba seguro de que en efecto, se trataba de ella. Iba vestida con una corta blusa de tirantes, y la minifalda blanca con la que la conocí. Alejé a todos a la fuerza, a pesar de mi débil condición de unos minutos antes. Corrí hasta alcanzarla y lo confirmé: ella estaba ahí, frente a mí, por primera vez en meses. Compartimos el elevador para bajar a la calle, nos quedamos solos dentro. Ni siquiera me permitió murmurar su nombre: sin aviso alguno, sus labios se posaron directamente en mi miembro. Me miraba con esos ojos negrísimos, que se agrandaban como una mancha de petróleo en el agua, alrededor de su globo ocular. Chupaba rítmicamente mi pene, mientras sonreía de una manera sádica, letal, y yo me iba sintiendo más viejo a cada sacudida del sensual bamboleo de la mujer. Una vez más, terminé desmayado, sólo que ahora en el interior del elevador; de donde supongo que me sacaron entre varios compañeros, pues desperté en una cama de hospital, conectado a todo tipo de sondas y aparatos para monitorear mi actividad cerebral. Las sondas no me permitían moverme, y hablar me costaba un trabajo enorme, puesto que mi saliva era una masa pastosa, amarga y maloliente, inundando el pedazo inerte de músculo en que se había convertido mi lengua.
Pasé lo que supongo fueron varios días en duermevela en el hospital. Recuerdo breves lapsos en vigilia, en los cuales veía enfermeras y doctores suministrándome medicamentos, o checando el estado general de mi cuerpo. No recibí ni una sola visita, pues como ya dije, todos mis conocidos vivían demasiado lejos para irme a ver, e incluso resultaba fácil suponer que no estaban enterados de mi condición, por mi escasa comunicación con ellos. Intentaba pues, en esos breves lapsos de lucidez, descansar mi lastimada psique de los eventos sucedidos en los meses recientes.
El ser de cabeza peluda y ocho ojos en la frente, envuelto en una bata blanca se acercó a mí, asegurándome que era el doctor. Mi estado físico era tan lamentable, y estaba tan abrumado por equipo que suplantara mis funciones vitales, que no podía sino permanecer inmóvil y presa del pánico ante el ser. Este, con voz conciliadora, me explicaba a grandes rasgos mi precaria condición, entre los chasquidos producto de las fuertes tenazas impregnadas de veneno, que formaban su formidable hocico:
-Su condición es crítica, mi amigo. Hemos detectado una fuerte hinchazón en su cerebro, pero no damos con la causa de esta. Nos vimos en la necesidad de perforarle el cráneo, para aliviar la presión contra su cerebro, y apenas pudimos regresarlo con nosotros. De hecho, no podría asegurarle que no vaya a tener secuelas graves, pero eso es lo de menos, siempre que me paguen mis honorarios. Es probable, sin embargo, que se le dé de alta cuanto antes, pues en realidad no hemos encontrado nada, fuera de que su cerebro tiene tres veces el tamaño del de una persona normal. Ahora que si le interesa, tengo una prima que estaría encantada de que su cuerpo sirviera de incubadora para sus hijos: ya sabe, ella los inocula en su interior, y se lo van comiendo por dentro. Sería de verdad lindo que usted nos hiciera ese favor, mi amigo. Es el ciclo de la vida, usted comprende, ¿no?
A todo le respondí que sí. El ser se alejó sin dedicarme ni una sola palabra, como si yo no hubiese estado presente, y caí inconsciente de nuevo.
Cuando desperté me encontraba nuevamente en mi departamento. Traté de convencerme de que todo aquello había sido una pesadilla, que tal vez había comido algo que me había hecho daño, y que los últimos días, desde que conocí a Araceli, hasta la visita al hospital, no habían sido sino un sueño terrible ocasionado por el cansancio; pero cuando levanté mi brazo para ponerme el reloj, un latigazo de dolor me cegó por un instante que pareció eterno. Cuando me pude incorporar, noté que mi brazo estaba hinchado y con un color azulado, como gangrenado. Temeroso de una nueva oleada de dolor, me incorporé sin mover el brazo, tomé el teléfono, y pedí una ambulancia. Le di a la operadora una rápida descripción de mis síntomas, y prometió mandar el vehículo en menos de veinte minutos.
-¿Usted otra vez? –dijo el paramédico cuando cruzó el umbral de mi casa. No comprendí el comentario, pues en la vida había visto a aquel sujeto. De cualquier forma, dejé pasar el comentario, ansioso de mostrarle la horrenda condición de mi brazo. Los dos sujetos que el hospital había mandado a bordo de la ambulancia se miraron con cierta complicidad, mientras yo aullaba desesperado por el dolor, agitando el brazo para que lo viesen. Uno de los sujetos tomó mi lastimada extremidad, y aunque sentía sus dedos como agujas ardientes sobre mi piel, tuve la entereza suficiente para no retirar el brazo bruscamente.
-Mire amigo –dijo el tipo casi con desprecio –usted sólo tiene una leve picadura de algún bicho. Su brazo está un poco hinchado, pero créame: no amerita una ambulancia. Vaya a algún dispensario médico y que le receten una crema para su delicada piel. Nosotros nos retiramos, porque tenemos auténticas emergencias que atender.
Los dos sujetos se retiraron, mientras les gritaba toda clase de improperios, pero tenían razón: de repente, el dolor de mi brazo había desaparecido. La enorme cicatriz con la que había despertado había sido reemplazada por una leve hinchazón, coronada con dos finos puntos negros en su cúspide. El dolor del brazo, el físico, desapareció al instante, pero comenzó el del alma: repentinamente, el recuerdo de Araceli invadió nuevamente mi ser, abrumándome como una pesada carga sobre mi cuerpo, sobre mi espíritu. Una vez más, dediqué el día entero a recorrer las calles de peor reputación, los burdeles más asquerosos, los bares más peligrosos, en pos de aquella mujer de la que nada sabía, pero esperaba todo.
Los años han pasado desde que regresé de Australia, de la única noche que pasé con Araceli. Las pesadillas no han dejado de acosarme, y a menudo amanezco con horribles quemaduras internas en las extremidades, que desaparecen en presencia de terceros, sólo para ser reemplazadas por la quemadura, más lacerante, del recuerdo de aquella arácnida mujer. Entonces vago por la ciudad en su busca, solo para regresar a casa con las manos vacías y el alma destilada. Sé que al igual que aquel mítico Prometeo, estoy condenado a ser sanar todos los días de la eternidad, con la única finalidad de ser devorado nuevamente por el dolor al día siguiente.
He perdido todo. Pernocto en las calles, mendigo migajas de pan a las almas piadosas que se duelan de mi condición, me revuelco de dolor cada mañana, anhelando a Araceli, sus labios, su veneno. Lo único que me queda es este dolor, y el acuario vacío al que me abrazo, con la esperanza vana de que algún día Araceli, la Araña de Cola Blanca que me hacía compañía, regrese a reírse de mi último dolor, el día que su veneno me termine de incendiar por dentro.
|